Una voluntaria en la recogida de alimentos

«Te quiero. Y nunca se lo digo a nadie»

Una amistad que nace de llevar la caja de alimentos del Banco. Muchas necesidades, enfermedad y los últimos días ingresado. Veronica muestra su asombro y gratitud por lo que ha surgido de un pequeño gesto de caridad

Durante casi ocho años he llevado una caja de alimentos a un hombre cuya situación sociosaniaria y económica es bastante precaria, sumada a varias tragedias familiares que le han llevado a una vida de total aislamiento y cerrazón. Pero a medida que fuimos ganando confianza, los amigos del Banco de Solidaridad y el cura de la parroquia empezamos a intentar ayudarlo en ciertos aspectos básicos para que pudiera tener una vida más llevadera, empezando por el cuidado de sí mismo y de su casa, aparte de su salud.

Aunque muchas veces nos hemos topado con reticencias y malas contestaciones, conseguimos que fuera al médico y hace unos meses recibió el diagnóstico de una enfermedad terminal. Como no tiene ningún familiar, intentamos activar la asistencia domiciliaria y buscar algún apoyo en sus necesidades básicas gracias a algunos amigos que se han sumado al equipo, como una compañera mía del fútbol, una vecina suya y algunos chavales de catequesis.

Recuerdo que un día, ante la enésima negativa por su parte a dejarnos ayudarle, estaba especialmente desanimada y tentada de abandonar, y en un momento dado me pregunté: ¿pero es que en el fondo yo merezco algo de lo que el Señor me sigue regalando? Así que volví a ponerme en camino por pura gratitud y deseo de que lo que me ha pasado le pueda pasar también a él. En las últimas semanas hubo que ingresarle y el cura de la parroquia, que le ha cuidado estos meses como si fuera su mejor amigo, era la única persona autorizada a visitarle. Por su cumpleaños le enviamos un regalo y una tarta.

Esos últimos días sucedió algo que ninguno de nosotros esperaba. Nuestro amigo empezó a decir que estaba sereno, que lo que estaba viviendo era una locura, que nunca había visto un cuidado igual. Preguntaba por todos nosotros, por nuestras familias, nos pedía incluso que fuéramos a verlo por la ventana. Un día me dijo por teléfono: «Yo ya he realizado mi tarea en la vida, ahora estoy recibiendo mi paga, y sin vosotros habría sido imposible». La noche anterior a su muerte, como el cura estaba fuera, me llamaron a mí y me dejaron entrar. Cuando llegué, quiso sentarse, estuvimos hablando muchísimo. Intenté averiguar si tenía algún deseo en particular, si quería dejar dicho algún recado para el sacerdote. Me preocupaba que no estuviera entendiendo lo que estaba pasando porque a veces, incluso delante de un milagro, tendemos a pensar que ya nos lo sabemos todo y que podemos apañarnos. Pero seguía diciendo que estaba sereno. Antes de que me fuera, me dijo: «El padre es un santo, no podía haberse dedicado a otra tarea. Fíjate, un día le dije: “Padre, le quiero”. Y eso no se lo digo a nadie». Cuando iba a salir de la habitación, me miró y me dijo: «Adiós Verónica, te quiero».

LEE TAMBIÉN – «No por lo que hago, sino por lo que espero»

El funeral fue un momento conmovedor y de gran pureza, por un amigo verdaderamente amado, signo para nosotros de un cambio, de un acontecimiento impensable, en el fondo no porque las cosas acabaran bien ni porque hayamos conseguido algo, sino porque nos ha hecho volver a estar agradecidos por ser partícipes de algo que solo Dios puede generar en el corazón de cada uno, en unos cuantos días, después de una larga vida que ninguno de nosotros querría. Como decían en los Ejercicios, «la vibración que se produce en lo más íntimo de nuestra persona es, de hecho, signo de una espera que tiene raíces profundas en nosotros, que coincide con nosotros: la espera de algo que esté a la altura de la vida y de la muerte, la expectativa de un imprevisto que haga brotar un caudal de afecto por nosotros mismos y que permita que nuestro deseo se despierte nuevamente y se cumpla».
Veronica, Milán