Foto Unsplash/Maria Thalassinou

Colombia. «¿No te gustaría trabajar en la Nasa?»

Un año dando clase en Bogotá, con el agotamiento que supone la educación online. Pero «todas las semanas pasa algo que me pone en movimiento»

Desde que llegué a Bogotá, recién casada hace doce años, doy clase de matemáticas y física en un colegio italiano. Este año he cambiado de instituto, también italiano pero mucho más grande y antiguo.

En esta nueva aventura, me he visto obligada a conocer a los alumnos por pantallas. De hecho, hasta noviembre no pudimos volver a clase y aun así siempre en régimen semi-presencial (cinco alumnos en el aula y quince conectados desde casa). Es agotador, pero todas las semanas pasa algo que me pone en movimiento, algo que me muestra que los chavales que tengo delante –que no quieren encender la cámara o que se pasan el 80% del tiempo haciendo otras cosas– son como yo, quieren lo mismo que yo. Lo más interesante es que he empezado a redescubrir mis propias exigencias mirándoles a ellos, escuchando sus quejas, explicándoles sus errores e intentando responder a sus preguntas.

Un día me entusiasmé en clase de física y los alumnos se me quedaron mirando atónicos, hasta que una chica me preguntó: «¿Nunca has pensado trabajar en la Nasa?», señalando un puesto que suena fantástico para alguien apasionado por la física. Me quedé parada y respondí: «Sí, creo que me encantaría, pero lo que hago con vosotros me gusta tanto que en este momento no pienso en la Nasa». Me miraron aún más asombrados. En ese momento comprendí que, si no salgo todos los días de casa preguntándome por qué hago mi trabajo, traiciono esos ojos y ese asombro que he visto al menos una vez nacer en ellos. Y eso no me lo puedo permitir. Estaban llenos de asombro porque había alguien que quería estar con ellos, y no quería estar en ninguna otra parte.

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En esa misma clase, hace poco se han ido dos profesores por motivos personales. Los chicos estaban muy enfadados porque no les habían dicho nada, solo les comunicaron directamente el nombre de sus nuevos docentes. La seriedad de sus caras decía: «¿Quién soy yo? ¿Es que no valgo nada? ¿Ni siquiera puedo despedirme?». Me conmovieron y me confirmaron la seriedad del camino que nos propone Julián Carrón, y lo cierto que es lo que decían los profesores que escribieron la carta al Corriere della Sera: «Sin una experiencia viva desde las propias entrañas, hasta el punto de iluminar los ojos, ¿cómo se puede volver a clase después de una jornada en la que uno acaba agotado y herido por las horas transcurridas delante de una pantalla con escasos resultados didácticos?».
Maria Laura, Bogotá (Colombia)