Veintisiete pares de ojos y el riesgo cero

Las ganas de volver a clase, el discurso preparado para el primer día. Luego las agotadoras discusiones sobre los protocolos de seguridad. «¿No sería más seguro quedarse en casa?». Pero esas miradas por encima de las mascarillas...

Hace unas semanas, antes de empezar las clases y los exámenes en la universidad, en varias ocasiones intenté pensar en mi vuelta al trabajo. Sabía que sería bonito, después de tantos meses, volver a ver a mis compañeros. Pero lo que más esperaba era a los alumnos, lo más bonito de este estupendo trabajo, que hacen que a veces casi no me parezca un trabajo.
Me preguntaba: ¿y ahora qué les cuento? No puedo empezar como si no hubiera pasado nada.
Entonces intenté ver qué me había enseñado el confinamiento. He aprendido tres cosas: que no somos omnipotentes y que nuestra salud es precaria; que nadie puede hacer las cosas solo, todos para bien o para mal estamos ligados a otro (puede ser recurso o peligro); pero sobre todo que lo que me arranca de la nada, del nihilismo, del miedo, de la ansiedad, es Jesucristo. Y decidí empezar por ahí.

Luego llegó septiembre y empezó el curso sin alumnos. Pasábamos los días discutiendo sobre los protocolos de seguridad, estableciendo procedimientos de entrada, recreo, barreras. Nunca había sentido tan cerca la amenaza del Covid, como una verdadera presencia. El objetivo fundamental de tanto hablar y discutir era garantizar a los chavales un nivel de riesgo cero: mascarillas, gel, distanciamiento, protocolos específicos para cada situación.

Todas las hermosas reflexiones que me había preparado esos días quedaron a un lado y dieron paso a la ansiedad por la responsabilidad, la preocupación y el respeto a los procedimientos, con un pensamiento un poco cobarde: para garantizar el riesgo cero, ¿no sería mejor quedarse en casa?
El primer día de clase, a segunda hora, me tocaba con los de quinto, a los que conozco desde hace dos años. Entré con las diapositivas del protocolo anti-Covid preparadas para la clase sobre responsabilidad. Y salí demolido.

Veintisiete pares de ojos mirándome por encima de una mascarilla guardando las distancias. Unos ojos que me escrutan. Leo en ellos incertidumbre, curiosidad y una profunda necesidad que nada tiene que ver con las sacrosantas y necesarias reglas del protocolo anti–Covid.
La necesidad en esas miradas extraordinarias, el deseo que mostraban, me devolvieron enseguida a mi necesidad de ser alcanzado por Cristo a través de unas manos, ojos, boca, carne concreta.
Esa necesidad tenía como única respuesta una vida nueva llena de Cristo, donde el riesgo cero no existe, donde el riesgo se convierte en desafío de mirar de frente a la realidad libremente.
Esos ojos que tanto quiero me decían que quiero esta vida nueva para mí y para mis alumnos.

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Por la noche, rezando, pedía al Señor poder encontrar, y darme cuenta de ello, presencias carnales que me hablen de Él. Que esos ojos que veo en clase puedan encontrarse con presencias carnales que les hablen de Él. Por último, pedía que aunque solo fuera por un instante o de alguna manera, mis manos, mis ojos, mi boca sean para ellos esa presencia carnal.
Giovanni, Verona