Perth (Foto George Bakos/Unsplash).

Perth. El regalo de la ternura

Australia también se ha confinado. En casa, con las hijas y nietos, una situación aparentemente ideal. Pero nada fácil. «He tenido que dar algunos pasos, hasta dejarme lavar los pies por mi hija el Jueves Santo...»

Cuando miro la experiencia de estos meses –en Australia también hemos tenido nuestro confinamiento–, me considero un privilegiado. Tengo trabajo fijo en la universidad y el periodo de confinamiento ha coincidido con mi semestre sabático. He estado en casa con mi mujer y mis hijas Emilia, de 19 años, y Elena de 34, con síndrome de Down. Los demás hijos, cuando hacía falta, nos traían a los nietos para cuidarlos. Parecía la situación ideal, cuando después de 40 años de matrimonio tienes la posibilidad de pasar todo el tiempo con las personas que amas. Un sueño hecho realidad. Pero no ha sido nada fácil y he tenido que dar algunos pasos.

La primera dificultad era vivir, en el mismo lugar físico, dos dimensiones que en la vida cotidiana normal están separadas. Los límites adecuados entre profesión y familia se diluyeron y se me hacía muy difícil, tanto a mí como a mis nietos, vivir una sin que la otra se resintiera. Lo resolví con la prueba de los zapatos: «Cuando el abuelo tiene puestos los zapatos, significa que está trabajando y no se le puede molestar. Pero cuando va en zapatillas, significa que está disponible». Era uno de mis intentos, un poco cómico, para ayudarme a establecer un orden, pues veía el riesgo de que, aparte de perderme cosas, podía perderme a mí mismo.

Pero claramente el mayor desafío ha sido la relación con mi mujer. La experiencia de estos meses nos ha demostrado que no nos bastamos el uno al otro. ¿De qué nos hemos dado cuenta? Vivíamos en lo que podría parecer un precioso oasis conyugal pero a veces nos molestábamos. Pongo un ejemplo. En enero fuimos de peregrinación a Tierra Santa, un gesto para celebrar nuestros cuarenta años de matrimonio. Una experiencia extraordinaria e inolvidable. Unas semanas después, unos amigos nos pidieron que les contáramos del viaje. Nos pusimos a preparar la velada para explicarles lo que había pasado y enseñarles algunas fotos. Y lo que pasó fue que nos pusimos a discutir. Yo me preguntaba: «Pero con todo lo que hemos vivido y visto juntos, ¿cómo podemos pelearnos por la manera de contar una experiencia tan maravillosa?».

Viendo estos límites en mí, me surgía una gran ternura. Una ternura hacia mí mismo, hacia mi humanidad, hacia mi mujer y mi familia. Somos lo que somos, incapaces de darnos la felicidad solos. He vivido esta ternura como una forma de fuerza más clara. Una fuerza que hay que conquistar. Una vez oí al papa Francisco decir que Dios muestra su omnipotencia a través de su misericordia, que s la forma de su ternura.

En Australia también se suspendieron las celebraciones religiosas con presencia del pueblo. Normalmente, la misa de Pascua es una ocasión para invitar a nuestras hijas, que han dejado de ir a la Iglesia. Es un gesto que ellas aceptan como signo de unidad con nosotros. Pero este año sabíamos que una propuesta de este tipo no podía valer para una celebración por streaming. Así que decidimos proponer a nuestras hijas vivir el Triduo Pascual no por internet sino en nuestra casa, mediante la oración común, la lectura de los textos y la repetición de los gestos de la liturgia. Era una manera de estar en comunión con la Iglesia universal, pero también con nuestra familia. Encendimos el fuego de la vigilia pascual, con el que prendimos nuestro pequeño cirio pascual. Y repetimos el gesto del lavatorio de pies del Jueves Santo y nuestra hija Elena nos lavó los pies. Ella conocía ese gesto porque hace unos años nuestro párroco lo hizo con ella, y sabía el valor que tiene para nosotros. Tuve que bajarme de todos mis pedestales para aceptar aquel gesto. Como Pedro que al principio es reacio y luego acepta ser servido por Cristo. Difícilmente olvidaré la sonrisa en el rostro de mi hija mientras me lavaba los pies.

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Ahora todo vuelve lentamente a la normalidad. Sería absurdo decir que ahora soy más capaz de valorar las cosas de la vida. Pero veo que la capacidad de silencio y ternura por mi humanidad no es algo pasajero. Es un don, pues yo no sería capaz de producir este cambio en mí. Ahora que he vuelto a dar clase en la universidad, que tengo una relación directa con mis colegas (hasta con los más difíciles), veo que esta ternura que ha surgido hacia mí mismo empieza a ser una mirada también hacia los que me rodean.
John, Perth (Australia)