Ni la escafandra puede entorpecer el corazón

Cuidados intensivos en el hospital de Cagliari, luchando contra el coronavirus. Cualquier gesto que antes era rutinario ahora puede convertirse en «una Gracia». La experiencia de un médico

Nunca habría imaginado que pasaría así los últimos meses de mi carrera profesional. En dos semanas me he visto sumido en la vorágine de la emergencia del coronavirus que ha puesto mi vida patas arriba, en casa, en el hospital y en todo.

Me he visto catapultado a dirigir una situación de emergencia que me ha llevado, sin quererlo ni desear nunca ser protagonista, junto a otros colegas a inventar nuevos puestos de cuidados intensivos. Me he visto obligado a hacer una inmersión total en una forma de sufrimiento particular que, aunque conozco un poco porque llevo mucho tiempo trabajando en reanimación, se revelaba imprevisible y muy delicada, aunque no tan dramática como la que han vivido mis colegas de Lombardía.

El primer paciente, antes de sedarlo e intubarlo, estaba despierto. Hablé un poco con él, para acercarnos un poco y también para conocer alguna información clínica. A los pocos minutos estaba conectado a una máquina que hacía funcionar sus pulmones, en un entorno amortiguado y silencioso, inimaginable antes del coronavirus.

Así es la relación que tengo con los enfermos, en silencio. Un silencio hecho de números, porcentajes, valores, diagramas e imágenes monitorizadas. Así transcurre mi labor médica allí dentro, en esa sala de cuidados intensivos, con una escafandra que entorpece y multiplica los tiempos de ejecución de cualquier acción médica rutinaria y banal. Gestos dentro del silencio y un tiempo increíblemente dilatado, que casi te permite sopesar cada uno de tus actos. Pero sabes perfectamente que esa dilatación es solo aparente. La criticidad de esta enfermedad, la urgencia y el frenesí de la urgencia te catapultan enseguida a la realidad.

Se trata de un silencio que da miedo, que te hace decir: «Dios mío, ¿qué me estás pidiendo?». Luego piensas en esa persona que ya no podrá hablar ni relacionarse con nosotros, que estará sedada para tratarse contra un enemigo nuevo, desconocido e imprevisible. Y que podría morir sin que ninguno de sus seres queridos pueda acariciarla por última vez.

Pero dentro de todo esto, la Gracia de compartir el mismo miedo, la misma inconsistencia, la misma pobre fe con otras personas de mi hospital, que hasta ahora eran casi extrañas, parece haber mitigado el peso del vivir. Percibes la belleza y el gusto de recibir la Eucaristía casi al vuelo gracias a tu amigo capellán, una sensación que nunca me habría podido imaginar. Me descubro con el mismo corazón de cuando, hace años, me fui con mi esposa de misión: totalmente “confiado”.

LEE TAMBIÉN – «Cambiado por una preferencia»

«La fe florece sobre el límite extremo de la dinámica racional como una flor de gracia a la que el hombre se adhiere con su libertad», decía don Giussani, como nos recuerda Julián Carrón en su carta. Ahora, como nunca antes, Cristo se sirve de esta circunstancia para hacernos experimentar la pertinencia de su Presencia, hecha de compartición, caridad y afecto fraterno con los amigos y con la Iglesia.
Roberto (Cagliari)