«Los ojos de Dios mirando a mi gente»

45 ataúdes ocupando el espacio de los bancos de una parroquia de Bergamo. El relato de un periodista enviado a narrar el drama de su pueblo: «No estáis solos, no estáis abandonados...»

Trabajo como periodista en una televisión de Bergamo y ahora estamos en el centro del “huracán coronavirus”. Bombardeados por cifras incontables, iniciativas, mensajes de rabia y desesperación, miedo, compañeros que se quejan de las cosas que no funcionan, es realmente difícil no caer en el cinismo o en el protagonismo de los “maestrillos” que se dedican a explicar lo que hay que hacer y lo que no.

Hace unos días, mi jefe me llamó para preguntarme si estaba disponible para salir a hacer un servicio con la cámara (algo nada obvio dada la situación y el miedo) porque había una parroquia a la que habían llevado los cuerpos de difuntos antes de trasladarlos al crematorio y «allí está pasando algo extraño». Acepté y cuando llegué me explicaron que los féretros no estaban amontonados en un almacén como en otros casos sino que los habían llevado a la iglesia para ser bendecidos y el sacerdote iba a rezar por ellos, acompañando (en lugar de sus familiares que no podían salir de casa) a los difuntos en su último viaje. Un gesto de piedad y de fe nada evidente.

Al entrar se me paralizó el corazón. Tenía delante 45 ataúdes donde antes estaban los bancos de la iglesia. Algunos con el nombre de los difuntos, otros anónimos. No pude evitar echarme a llorar. Mientras grababa, rezaba y lloraba. «Esta es mi gente», pensaba: «Son los míos, mi pueblo». Traté de ser discreto y respetuoso con las imágenes, profesional. Pero sentía un dolor inmenso.

De vuelta a la redacción, me senté ante la pantalla vacía del ordenador. No sabía qué escribir. Me había vaciado. Me acordé de una amiga enfermera que trabaja en cuidados intensivos en el hospital Papa Giovanni de Bergamo, que nos había llamado para compartir su desesperación al ver «a los viejecitos morir solos, en una habitación vacía, abandonados». Otro amigo le respondió: «No están solos, tú estás mirándolos, Dios les está mirando con tus ojos». Entonces comprendí qué es lo que quería contar y comencé la “pieza” con estas palabras: «No estáis solos, no estáis abandonados...».

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Volviendo a casa, por una ciudad desierta, pensaba en lo que me había sucedido y envié un mensaje a nuestra amiga enfermera para darle las gracias porque, gracias a ella y a aquella conversación, me sentí más humano.
Luigi, Bergamo