«Me rindo a la gratitud»

Gabriele acaba de acompañar a su madre al cementerio, casi clandestinamente. Piensa en ella, en todo lo que le ha dejado. Pero también en nuestros mayores y en por qué merece la pena cuidarlos. En ellos está la verdadera riqueza

Ayer acompañamos a mi madre al cementerio. Casi clandestinamente. Estaba conmigo toda mi familia. Ahora que está allí donde desde hace muchos años deseaba ir, no quiero perder todo lo que he aprendido justo estos días tan extremos. A decir verdad, como suele pasar, confirmo una intuición que mi mujer lapidariamente me formulaba esta mañana: «Tu madre es una mujer que nos deja mucho más de lo que nos quita con su ausencia». Una herencia humana, de fe, de alegría aun dentro de las tremendas pruebas que le tocó afrontar durante su vida.
Esta mañana, el primer pensamiento que invadió mi corazón, aunque no solo el mío, era de gratitud.

Frente a la banalidad en la que vivimos normalmente, que es la mayor injusticia que podemos perpetrar con los que nos rodean pero también con nuestra vituperada nación, solo queda la gratitud. La gratitud es el más elevado sentimiento de realismo. Nunca como estos días he escuchado la verdad. ¿Acaso nos hemos dado a nosotros mismos? ¿Hay un solo cabello de nuestra cabeza que hayamos decidido que sea así? Hasta la respiración, que la pulmonía me dificulta, ¿me es debida? ¿Acaso existe un solo afecto verdadero en mi vida que sea fruto de una decisión mía? Qué ingenuidad tan grande sería afirmar lo contrario. Una ingenuidad propia de niños caprichosos. Pero de qué modo nos aferra esa ingenuidad en cuanto nos distraemos un poco. Volvemos a pensar que ser protagonistas de la historia no es agradecer lo que tenemos ni participar en la creación con lo poquísimo que somos y sabemos hacer. Rápidamente caemos en la banalidad. Lo que tenemos se nos debía… ¿dónde está escrito? Ni en el miedo, ni en la realidad. Al final es como al principio, en el paraíso terrenal. Cuando el hombre se encuentra tan inmerso en la gracia que dice: todo es mío. ¡Y es verdad! Todo ha sido hecho para mí, para que yo sea feliz. Pero si nos lo apropiamos indebidamente, todo se pierde. Es cuestión de realismo, antes incluso que de fe. De ver cómo son realmente las cosas.

Esta es la lección que he aprendido de mi madre, campesina, luego obrera, después ama de casa, una madre a la que se le murió su adorada hija de 17 años y luego su amado esposo. Siempre pidió razones de ello con firmeza pero sin estrépito al Dios que hace todas las cosas, pero sin quitar nunca sus ojos ni su corazón de la realidad. Hasta sus últimos días luchó como una leona. No se dejó morir. Porque la vida no es un derecho. Es un don por el que estar agradecidos en cualquier situación en que nos toque vivirla.
Lo que soy se lo debo a Dios a través de mi madre. Nunca lo había visto con tanta claridad como ahora que ya no está. ¡Ahora que está más que antes! «Tu madre nos deja mucho más de lo que nos quita con su ausencia». Así es.

Pero quisiera ensanchar el horizonte del conocimiento más allá del límite familiar. En este tiempo, también he redescubierto un afecto que nunca había sentido hacia mi país. Las noticias nos persiguen, pero al mismo tiempo dejan entrever un sentimiento común nunca visto.

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¿Por qué están muriendo tantos ancianos? Porque estaban vivos, porque estaban bien, porque estaban atendidos y sobre todo porque a su alrededor había muchos que los querían. Nos preparamos para perder denarios sin darnos cuenta de que nuestros ancianos son el bien más preciado. Saldremos de esta pero mientras tanto cuidemos de ellos como siempre. No es solo cuestión de eficiencia del sistema sanitario, que también. No es solo cuestión de investigación científica, que también. Toda esta excelencia humana tiene un gen dominante que es el corazón. Un corazón capaz de movilizarse, de enternecerse, de sacrificarse, de no poder quedar nunca indiferente del todo. Es una herencia fruto de nuestra historia y de su profunda compenetración con la experiencia cristiana y católica.

Atención, no se trata de tradicionalismo, nunca he sido de esos. Me fastidian los ecos de nostalgia y las barricadas en nombre del pasado. El cristianismo mira al presente lleno de curiosidad por ver cómo Cristo actúa ahora. ¡Ahora! Pero en este ahora es imposible no reconocer su historia, su ADN.

Mi madre siempre ha sabido esto, siempre lo ha vivido. Y mi mujer, que la ha cuidado día tras día, hora tras hora, durante su agonía, también. Que esta experiencia dure, se comunique, llegue a hijos y nietos. Esta riqueza no es de las que se meten en el banco, no tiene nada que ver con capitales ni bolsas. Pero a fin de cuentas es la única riqueza que de verdad nos interesa y que resistirá en el mundo.
Dios salve a nuestros padres.
Gabriele, Bérgamo