Un momento de Encuentro Santiago

Chile. El punto firme en medio de las protestas

La carta de una universitaria huida de Venezuela. Su malestar por las manifestaciones que pueblan su nuevo país, la sonrisa de un amigo que está mucho peor y esas preguntas que no la dejan en paz…

La semana pasada, en Chile se ha vivido un ambiente muy tenso. Ver de nuevo las marchas de personas pidiendo cosas justas –bajar la tarifa del metro que es bastante alta, también pensiones, salario justo, salud, educación de calidad...–, a un nivel bastante grande me llenó de un deseo enorme de hacer por Chile lo que nunca hice por Venezuela: hacer algo para construir un mejor país.

Sin embargo, cuando las marchas comenzaron a llenarse de violencia, de destrucción de las estaciones del metro, de saqueos, de personas maltratadas de ambas partes, comencé a sentir un enorme rechazo a la forma tan desproporcionada con que –según mi opinión– se hacían escuchar: sacrificar la belleza de una ciudad para que el gobierno los escuchara, además de promover un odio de un bando hacia otro y viceversa. Pensaba: «Esta gente tiene grandes líneas de metro, una ciudad tan hermosa, viven en libertad, pueden expresarse sin que ello sea una sentencia de muerte, pueden comer sin preocupaciones, ¡el agua les sale limpia del grifo! Lo tienen todo y se quejan como niños caprichosos». Mis ganas de hacer algo, mezcladas con este malestar, me hicieron entrar en una situación de mucha confusión –porque es justo también lo que piden– y de pronto comencé a discutir mucho con mis amigos por esto. A veces sentía que mi opinión estaba bien formada y otras veces sentía que no tenía ningún punto firme donde apoyar mi opinión, pero siempre discutía hasta enemistarme. ¿Qué pasa conmigo?

En un almuerzo que hicimos algunos universitarios y bachilleres de San Bernardo en casa de nuestros amigos sacerdotes de la Fraternidad San Carlos Borromeo discutimos al respecto. Entre muchas conclusiones que sacamos como grupo, un muy querido amigo seminarista de la Fraternidad me hizo entender que era una mujer de poca fe. Al principio me causaba risa pensar que ante la incompetencia o ante la maldad de un gobierno uno debería rezar. Sin embargo, cuando este amigo me hizo entender esto, comencé a sentirme muy triste, incluso avergonzada. Mis comentarios y la pasión con la que hablaba de política sin ser consciente de tener a Cristo en el centro me hizo sentir muy culpable y parte del problema.

En mis horas de reflexión y de conversación con quien guía mis pasos en la fe y el que me ayuda a poder mirarlo todo, había caído en la cuenta –además de muchas otras cosas– de que Chile me lo había dado todo y muchas veces también me quejé con violencia, como una niña caprichosa. ¿Entonces qué es lo que pasa? ¿Por qué, si lo tengo todo, no me es suficiente?

En mi memoria siempre mantengo el recuerdo de la bella sonrisa de un muchacho venezolano, amigo querido, que conocí en la peregrinación de Aparecida, en Brasil. Este muchacho vive con todas las dificultades que vivir en Venezuela conlleva, sin embargo, él es realmente feliz. Yo, que había logrado escapar, y vivo ahora tranquila y cómoda, no podía sonreír como él lo hacía. ¿Que me diferenciaba de él? ¿Qué había detrás de todas estas protestas, tanto de las protestas en Venezuela que han sido masivas a lo largo de 20 años, como en Chile?
No lo sabía, pero la única cosa que tenía clara es que todos queremos participar en la generación de un cambio. A partir de aquí, la pregunta decisiva para mí era: ¿de qué forma puedo yo ser útil al cambio también? Pero, para llegar a la respuesta de esa pregunta, debía encontrar respuesta a otra antes: ¿qué me ha cambiado a mí?, ¿he encontrado algo que me construya?
Sí, el encuentro con Cristo, la Iglesia, la Escuela de comunidad, la caritativa, y la compañía en donde hay rostros muy concretos que me recuerdan que hay un lugar donde la vida sí es buena.

Si esto es lo que a mí me construye, entonces se supone que es ahí donde tengo que construir también y me anoté en la lista de voluntarios del Encuentro Santiago, y ofrecí mi disponibilidad para ayudar al padre Tommaso a seguir arreglando la capilla que construyeron recientemente.
Durante el Encuentro Santiago conocí al director de la revista Tracce (Huellas en italiano), Davide Perillo, y ante su pregunta: ¿por qué vienen aquí?, le respondí esto mismo. Todo lo que había pensado me había llevado hasta aquí, para mí es lo más lógico. Como su respuesta a lo que yo le dije fue en italiano, aunque le entendía muy bien, mi mente no alcanzó a memorizar mucho lo que me dijo. Donde sí llegué a retener algo fue en la charla que dio junto a la exministra de Educación Mariana Aylwin, porque lo traducían. Dijo algo que para mí fue el punto que comenzaba a dar sentido a mis preguntas: «Lo que a mí me une con el otro, aunque seamos muy distintos, es que ambos tenemos el mismo deseo de felicidad».

Entonces entendí por qué todos aquí en Chile nos quejamos como niños caprichosos aunque lo tengamos todo, también entiendo la queja que tiene la gente de las poblaciones y barrios pobres y su odio intenso hacia la gente privilegiada económicamente, entiendo mucho más profundamente, más allá de solo mejorar las condiciones superficiales. Entiendo por qué la gente dice: «Las mejoras que hizo el presidente son buenas, pero no son suficientes». Si el día de mañana ya no hay dictadura en Venezuela, sí, viviremos cómodos, pero si no hay esta conciencia de nuestro deseo infinito, no bastará. Eso es lo que ha pasado aquí en Chile, la dictadura acabó y 30 años después no es suficiente. He visto muchísimas marchas, mi vida ha estado llena de ellas, solo sirven para que las autoridades vean tu descontento, pero no funcionan, no es suficiente, puedo manifestarme veinte veces seguidas y llegaré a mi casa triste con la sensación de que no hice lo suficiente, porque –lo digo personalmente– nada de esto responde a mi deseo de ser feliz. Ni siquiera el hecho de hacer lo que más me apasiona y a lo que me estoy dedicando en la universidad –canto lírico– responde por completo a mi deseo de felicidad, mucho menos lo hará una marcha.

Ahora, la pregunta que viene es: ¿alguna vez he visto un lugar donde haya la posibilidad de ser feliz? ¿He encontrado “el punto firme entre las olas del mar”?

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Aunque sean más las veces en las que me olvide de que la isla existe y el mar me arrastre a su antojo, es la compañía la que me hace volver a recordarlo y esa isla que es este punto firme es la Iglesia y la compañía que me ha sido donada, donde he visto la felicidad en rostros concretísimos, donde yo también he sido feliz. Entonces mi respuesta es afirmativa y es aquí donde debo construir, es aquí por donde tengo que caminar, es aquí donde yo puedo ser parte del cambio del mundo: en la caritativa jugando con los niños o ayudándoles a rezar al final de los juegos, en la Escuela de comunidad, agradeciendo en la misa, rezando la liturgia de las Horas, respondiéndole a Él, volviendo a encontrarme con estos rostros que me Lo recuerdan cuando el mar vuelve a arrastrarme. Quizás no es masivo, como muchos –incluyéndome– pensamos. ¿No fueron doce personas las que, siguiendo a Cristo, cambiaron el mundo hasta nuestros días?
Alejandra, Santiago (Chile)