Jazmín y el silencio de Dios

El encuentro con una joven al final de su vida. Y con el dolor de sus familiares y amigos. El padre Patricio cuenta lo que ha visto y, delante del misterio de la muerte, de dónde puede renacer la esperanza. Una carta de Paraguay

Jazmín tiene catorce años, le gusta bailar y estar con las amigas. Tiene una gran familia, aún herida por la muerte de la hermana pequeña de casi dos años. Su padre y su madre son fieles colaboradores de la capilla de un pueblo a las afueras de Asunción. Allí, los domingos, algunas familias rezan el rosario. La idea es que a lo largo del año se pueda llegar a hacer en todas las casas.
Hace poco, la madre de Jazmín le preguntó a su hija: «Hija, tu cumpleaños es en diciembre, tenemos que celebrar la “quinceañera”. Dime quiénes serán los invitados». Ella le respondió: «Mamá, ¿cómo me pides la lista de invitados? Vendrán todos los que quieran venir». Días más tarde, Jazmín fue a una “quinceañera” y empezó a sentirse mal. Los padres fueron a recogerla y la llevaron inmediatamente al médico. Volvieron a casa pero ella seguía mal. Pasaron los días yendo de un médico a otro, pero empeoró hasta el punto de que tuvieron que llevarla de urgencias a un hospital. Allí descubrieron que tenía una grave enfermedad del corazón.

En nuestra parroquia tenemos la costumbre de quedar con una centena de jóvenes cada sábado. Un día, un grupo de ellos vino a verme para pedir que rezase por una amiga que estaba enferma. Así conocí a Jazmín. Ese mismo día fui a visitarla al hospital y tuve la oportunidad de conocer a su familia. Entré en la sala donde hacían la terapia intensiva y pedí por ella, que estaba en coma. Pude administrarle los sacramentos.

Volví a visitarla el domingo siguiente. El médico me dijo que su corazón se estaba apagando. De nuevo, le di la unción de enfermos. Después, recé un rosario con la familia y los amigos. Al día siguiente, Jazmín seguía mal pero parecía que mejoraba. El médico empezó a albergar alguna esperanza. Cada vez que la puerta donde estaba la joven se abría, era como una espina en el corazón para todo aquel que la quería. Hasta el momento en que la puerta se abrió por última vez para comunicar a la familia que Jazmín se había apagado de forma definitiva.

Inmediatamente, surgía la pregunta del porqué. Ante todo, la ponían los padres, que ya habían atravesado el doloroso camino de la “pérdida”, y sus amigos, que también son mis amigos y que me miraban esperando una palabra. Pregunté a los chicos: «¿Cómo ha actuado Dios estos días?». Ellos respondieron: «Se ha quedado en silencio y nos ha dejado con una esperanza». «Entonces –les dije– sigamos así». Una marea de jóvenes acudió al funeral. Los llantos y los gritos me impedían empezar la misa. El padre de Jazmín se levantó y gritó: «¡Basta! Ahora, recemos». Se sucedió un gran silencio durante toda la misa y el funeral.

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Hace algunos días, fueron psicólogos al colegio de Jazmín para ayudar a los alumnos. Una chica de catorce años me escribía: «Pato, ¡qué grande es nuestra amistad! Qué diferente es estar frente al dolor con el silencio de Dios, a la espera de Su respuesta. Aquí, en cambio, todos quieren responder a aquello que, el fondo, es un gran misterio».
Conmovido, pienso en mi silencio, tan verdadero como impotente. Entiendo que esta joven, con su mensaje, era la primera que recibía la respuesta de Dios. Esperar juntos es la única posibilidad de estar ante la historia. Es el problema de los mayores porque es el problema de una amistad. Educar en esto significa educar en la única esperanza que no traiciona.

Patricio, Asunción (Paraguay)