«Quiero que vengas aquí por mí»

Alessandra lleva la caja de alimentos a una señora desde hace diez años. Una relación intensa que se pone a prueba por el traslado de la voluntaria, que no quiere abandonarla y le presenta a una amiga: «¿Me has traído una sustituta?»...

Hace poco dejé mi ciudad para trasladarme a otro país. En este período intenso y desafiante, donde todo es nuevo y todavía por descubrir, me acompaña un hecho sencillo que me pasó antes de irme. Acercándose mi traslado, fui a despedirme de la señora a la que llevaba la caja del Banco de Solidaridad desde hace unos diez años. Es una persona con muchos problemas, un poco inestable desde un punto de vista psicológico y que a menudo abusa también del alcohol. Su historia es muy dolorosa: estaba acostumbrada a una vida cómoda y ha acabado, por distintas movidas relacionadas con la separación del marido, viviendo en un estudio por cuatrocientos euros al mes. No es sencillo hacerle compañía, pero se ha creado un vínculo indeleble con ella.

Hace unos años, una tarde que había ido a entregarle, como siempre, la caja, de repente me dijo que ya no quería esa caja, aunque la necesitara para llegar a fin de mes. «Quiero que tú vengas aquí por mí y no por sentirte una buena persona», me soltó.
Esa frase me ponía en tela de juicio, sencillamente porque tenía razón: esa mujer tan egocéntrica y, a veces, un poco pesada, me estaba devolviendo la experiencia de la caritativa, exactamente igual a como nos la enseñó Giussani.

Desde entonces, cambió mi forma de participar en el Banco de Solidaridad, un gesto que empecé a vivir con una nueva gratitud, que no tenía nada que ver con el afán de solventar los muchos problemas de esta amiga y sentirme, en el fondo, satisfecha por esto. Porque lo único que necesito yo también es alguien que sencillamente me quiera porque existo, tal y como soy.

Antes de irme, deseando confiársela a alguien que pudiera seguir haciéndole compañía, le presenté a una amiga del Banco de Solidaridad. Vino conmigo la tarde que le dije que me iba por una temporada. Ella se puso a llorar y, mirando a la otra voluntaria, me dijo: «Ya estamos, me has traído una sustituta». Otra vez tenía razón. Nadie nos puede sustituir, porque la historia de relaciones que nos da el Señor es única y en este sentido insustituible. Al mismo tiempo, tenía la certeza de que no la estaba abandonado a una sustituta por la experiencia que ya me une a ella.

Para abandonarse de verdad, el corazón tiene que estar colmado de una gratitud conmovida a Aquel que se desvela a mis ojos a través de cada pliegue de la realidad, permitiendo que la podamos querer siempre.
Alessandra