Macerata-Loreto. Más allá de cualquier medida

Una rodilla lesionada: imposible participar en la peregrinación. O participar pero de forma distinta. Y darse cuenta, en la fragilidad, de la «ternura infinita de la Virgen que me acogía en su casa»

Por primera vez, después de veinte años, por una lesión en la rodilla no iba a poder caminar durante la peregrinación Macerata-Loreto. Lo primero que me llamó la atención fue darme cuenta de que, a pesar de ser perezoso por naturaleza, cuanto más se acercaba la fecha, más pena me daba no participar. La misma mañana de la peregrinación, un amigo me propuso vivirlo de una forma nueva: pasar la noche en el coche, a la cabeza de la multitud, para organizar cruces y rotondas con cuerdas y cintas para que el paso de los peregrinos fuera más ágil y ordenado.

Acepté enseguida y la noche estuvo marcada por momentos muy bonitos compartidos con mis compañeros de viaje. Pero había algo que no me dejaba en paz. En el fondo, seguía bloqueado en mi desaliento por no haber podido caminar. Un malestar que, sin llegar a admitirlo, se convertía en punto de partida para mirarlo todo y también a mí mismo: «Qué desafortunado soy».

Acabado el trabajo en las rotondas, junto con otros dos amigos, esperamos la cabeza del despliegue al principio de la última cuesta para recorrer los dos últimos kilómetros andando con los demás peregrinos. Incluso después haber dado los primeros pasos, parecía seguir prevaleciendo un último malestar: «¿Qué hago yo aquí, que no he andado ni siquiera un metro, codo con codo con miles de personas agotadas por el cansancio después de veinte kilómetros?». Encima, se me estaba concediendo la posibilidad de vivir la entrada a Loreto desde una posición "privilegiada" y estar entre los primeros que saludaban a la Virgen.

Frente a esta desproporción, empecé a rezar de verdad, por primera vez en toda la noche. La oración no era ya una intención piadosa, sino una necesidad. Empecé a hacer silencio dentro de mí. Y la oración me obligó, en primer lugar, a mirar a lo que tenía delante: la belleza de los cantos, la Santa Casa que, al amanecer, se vislumbraba en el horizonte, el silencio. Cerca tenía cientos de rostros amigos, exhaustos por el cansancio pero llenos de alegría, que me acogieron como un hermano, como si no les importaran los kilómetros que hubiera recorrido. Aunque me sintiera estúpido, inadecuado, no al nivel del rendimiento que siempre pretendo de mí mismo, había Uno de carne y hueso al que no le interesaba nada de esto. Esa mirada era más real que todas mis ideas. Poco a poco, esa manera extraordinaria con que Jesús me miraba se fue haciendo mía, con discreción iba reemplazando mi propia medida.

En la última cuesta bajando hacia Loreto, me di la vuelta y me conmoví frente a esa riada humana y festiva. Como la primera vez, o quizás más profundamente que la primera vez; después de veinte años no había sitio para el orgullo personal, para la satisfacción de "haberlo conseguido". No podía equivocarme: lo único que tenía era mi sensación de inadecuación y fragilidad frente a la ternura infinita de la Virgen que me acogía en su casa.

En ese momento entendí con más profundidad algo que dice el mensaje que Carrón quiso enviarnos antes de empezar: «Queridos amigos, os deseo que viváis la peregrinación con una mirada de ternura y de simpatía hacia vuestra propia humanidad». Solo Uno que vive, vivo y presente aquí y ahora, me permite quererme ahora, permite que mire mi humanidad tan complicada, retorcida y herida con una mirada de ternura. Fuera de esta mirada, mi humanidad sería insoportable.
Davide, Ascoli Piceno