El papa Francisco recibido en Rumanía

El Papa en Rumanía. El silencio del que nace una historia

De Italia a Bucarest, durante la visita de Francisco, por etapas. Con los amigos, primero por televisión y luego en la plaza, con el «pueblo de la esperanza». Miles de personas esperando a alguien «que les mire»

Desde hace diez años voy a menudo a Bucarest, capital de Rumanía. Ya en los primeros viajes me quedé muy impactado por las contradicciones, la pobreza, las ganas de construir y la dramática historia de su pueblo. Un escritor, durante la presentación de su libro, me dijo que Rumanía es la tierra de las oportunidades y para mí de verdad lo ha sido. Ahora tengo muchos amigos en esta ciudad y con ellos he estado esperando al papa Francisco. La noche del jueves 30 de mayo, paseando por el centro, las calles estaban desiertas y muchos obreros, junto con decenas de voluntarios y fuerzas del orden, estaban montando los espacios donde se esperaba que pasara el Papa. Este intenso trabajo nocturno y el extraño silencio de la espera, de alguna forma, anticipaban la presencia real del pontífice.

La mañana siguiente era 31 de mayo, un día muy esperado por mí y por todo el mundo. Pegados a la televisión esperábamos ver abrirse la puerta del avión y que el Papa por fin pisara suelo rumano, después de la visita de San Juan Pablo II hace veinte años. Luego se puso en marcha hacia la ciudad. Francisco cruzó Bucarest en un Dacia azul y todos podían saludarle. La calle, sorprendentemente, estaba llena de gente.

La primera etapa fue en el Palacio Cotroceni, donde se encontró con el presidente de la República, animó al pueblo rumano a caminar juntos y construir el alma de la nación. El lema del viaje era "Caminemos juntos". Tras saludar a un grupo de amigos, intenté llegar al lugar que me habían asignado para asistir a la misa de la tarde.

Por esas calles suelo ver rostros marcados por el cansancio de la vida y personas que no son precisamente extrovertidas ni comunicativas por naturaleza. Sin embargo, ese día veía a la gente feliz, sonriente y ruidosa. Más aún, en las largas colas para entrar se respiraba un ambiente de fiesta que contagiaba a todos. Los católicos son aquí una pequeña minoría, no llegan a un millón en todo el país; no obstante, muchas personas curiosas se aglomeraban en las vallas y allí me vino a la cabeza una pregunta del Innominado de Manzoni: «¿Qué tiene ese hombre para alegrar a tanta gente? Algún dinero que distribuirá así a la ventura… Pero estos no van todos por limosna. Bueno, alguna señal en el aire, alguna palabra...».

La multitud iba en aumento y la plaza se llenó de gente. Un hombre, en la acera de enfrente, agitaba la bandera rumana, la agujereada en 1989. El Papa entró entonces en la majestuosa nueva catedral ortodoxa, sus gestos y palabras fueron un humanísimo testimonio de Otro. «La palabra Padre no puede ir sin decir nuestro». Pocas palabras que resumen la llamada a la unidad que el Santo Padre estaba haciendo a la Iglesia y a la nación rumana. «Te imploramos también el pan de la memoria, la gracia de que fortalezcas las raíces comunes de nuestra identidad cristiana». Reclamó también la necesidad y valentía de decir juntos Padre Nuestro. Y cuando Daniel, el Patriarca de la Iglesia ortodoxa rumana, entonó el Tatal Nostru, todos lo que estaban sentados en la plaza, que eran muchos, se levantaron para rezar juntos. Estábamos en la Plaza de la Revolución, donde hace treinta años empezó otra historia para el pueblo rumano y este Padre Nuestro era el principio de un nuevo sentimiento para todos.

Junto con mis amigos, esperé a que el Papa llegara a la catedral católica de San José, éramos más de 25.000, esperando también la lluvia que se preveía desde la mañana, pero que, de momento, un ligero pero constante viento mantenía alejada. La liturgia se desarrolló rápidamente y la homilía se centró totalmente en la figura de María que camina, encuentra y se alegra. Bergoglio anunció al pueblo rumano que el problema de la fe es la falta de alegría y que en esto nos ayuda María, que no nos hace pequeños sino que magnifica, es decir, "hace más grande" al Señor. La lluvia que estábamos esperando se abatió entonces sobre la multitud que rezaba en silencio.

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El papa Francisco terminó esa intensa jornada de encuentros en Bucarest encomendado a todos encomienda la tarea de ser promotores de una cultura del encuentro y cantar con fuerza las misericordias del Señor. Y así, al final, con valentía, definía al pueblo rumano como "el pueblo de la esperanza". El agua caía cada vez más fuerte del cielo, pero nadie huyó ni se agitó. Todos esperaron a ver pasar al Papa, que poco después llegó a la plaza y era como si estuviera saludando a todo el pueblo de la capital, uno por uno. Me miró y se alejó. Bajo la lluvia, me quedé solo en medio de la plaza. Con la certeza de que la historia de un individuo, de un grupo, de una nación empieza cuando alguien que vive te mira personalmente.
Franco, Forlì