Con el Patriarca ortodoxo Daniel

El Papa en Rumanía. «Ya nadie me es extraño»

«Nos pertenecemos los unos a los otros y la felicidad personal pasa por hacer felices a los demás. Todo lo demás es cuento». El relato de la visita de Francisco entre Bucarest, Iași y Blaj. «Mirándole a él, he empezado a amar nuestra diversidad»
Mihai Simu

El viaje del Papa a Rumanía ha supuesto un momento histórico muy intenso, en tres días quiso visitar las tres grandes provincias del país para poder encontrarse con la mayor cantidad de gente posible. Empezando por el lema de la visita –“Caminar juntos”– todo el recorrido estuvo marcado por la palabra «unidad». Como decía mi amigo Iulian después de estos días, «gracias a Francisco he experimentado no solo el hecho de aceptar las diferencias entre nosotros, en la comunidad, entre ortodoxos, católicos romanos, greco-católicos, rumanos o húngaros... sino que, por primera vez, he empezado a amar esta diversidad, porque la reconozco como un bien más grande para mí».
El entorno rumano es muy complejo, con muchas situaciones que, precisamente, facilitan la división. Pero la presencia de Francisco fue tan impresionante que cambió la mirada unos hacia otros. «Miro a mi alrededor», decía otra amiga, «y nadie me parece extraño, sino unido a mí por la gran presencia de Jesús».

Cuando el Papa llegó a Bucarest, fue cordialmente recibido por el presidente de la República, Klaus Werner Iohannis, que le acompañó en las distintas etapas de su visita. Entre los principales encuentros, destacó el Sínodo de la Iglesia ortodoxa rumana y la oración ecuménica del Padre Nuestro, en italiano y en rumano, con el Patriarca Daniel. Francisco saludó a los feligreses reunidos en la nueva Catedral nacional ortodoxa diciendo: «Cristos a Înviat!», ¡Cristo ha resucitado!, el saludo que sigue a la Pascua. Y luego utilizó una imagen preciosa para describir la unidad de hecho entre ortodoxos y católicos: el apóstol Andrés es el santo protector de los rumanos, porque llevó la fe hasta estas tierras, y el Papa es el sucesor de Pedro, hermano de Andrés, por eso en la oración, es decir en presencia del Padre, «mi padre y vuestro padre se convierten en padre nuestro».
En la plaza y por las calles de la capital se dieron cita más de 150.000 personas, felices de verle en persona en su casa. Como decía mi amigo Adrian, «hacer la cola, bajo el sol, para entrar en la plaza o escuchar el Dios te Salve bajo de un chaparrón con los últimos que quedaban... para mí ha supuesto dejarme abrazar por su mirada paternal».



El segundo día, Francisco, visitó Moldavia, el corazón católico del país, donde ya en 1227 se fundó la primera diócesis. Aquí celebró misa en el Santuario mariano de Șumuleu-Ciuc, destino de una de las mayores peregrinaciones de Europa, con más de cien mil personas. «Esta peregrinación anual pertenece a la herencia de Transilvania –dijo– pero honra de forma conjunta las tradiciones religiosas rumanas y húngaras, en la que participan también fieles de otras confesiones, y es un símbolo de diálogo, unidad y fraternidad; una llamada a recuperar los testimonios de fe hecha vida y de vida hecha esperanza». Consciente de que en esta región hay muchos elementos de división, por las diferencias culturales y sociales, nos reclamó a único que de verdad nos une, que es la fe en el Señor, sin eliminar las diferencias sino mirando a lo que nos une. «Peregrinar significa sentirse convocados e impulsados a caminar juntos pidiéndole al Señor la gracia de transformar viejos y actuales rencores y desconfianzas en nuevas oportunidades para la comunión; es desinstalarse de nuestras seguridades y comodidades en busca de una nueva tierra que el Señor nos quiere regalar… Y esto requiere el trabajo artesanal de tejer juntos el futuro. Por eso estamos aquí para decir juntos: ¡Madre, enséñanos a hilvanar el futuro!».

Por la tarde, visitó Iași, la ciudad más importante de Moldavia, donde le esperaban 150.000 personas y donde se encontró con jóvenes y familias. Recordó a todos que muchos se fueron de esta tierra hacia Europa en busca de trabajo, porque las condiciones no aseguraban una vida digna, pero subrayó la importancia de custodiar las raíces y no alejarse los unos de los otros. «Existe una red espiritual muy fuerte que nos une, “conecta” y sostiene, y que es más fuerte que cualquier otro tipo de conexión. Y esta red son las raíces: es el saber que nos pertenecemos los unos a los otros, que la vida de cada uno está anclada en la vida de los demás… Nos pertenecemos los unos a los otros y la felicidad personal pasa por hacer felices a los demás. Todo lo demás es cuento». Al final, citó la historia de un ermitaño rumano que decía que el fin de mundo llegará «¡cuando no haya sendas del vecino al vecino!».



El último día fue el punto culminante de la visita, en Blaj, en el corazón de Transilvania, donde durante la misa celebrada según el rito greco-católico, a la que acudieron casi cien mil personas en el Campo de la Libertad, declaró beatos a siete obispos greco-católicos (Vasile Aftenie, Valeriu Traian Frenţiu, Ioan Suciu, Tit Liviu Chinezu, Ioan Bălan, Alexandru Rusu y el cardenal Iuliu Hossu), fallecidos mártires durante el comunismo por no apostatar. Por todo lo que la Iglesia greco-católica padeció durante el régimen, la presencia del Papa se vivió como una caricia, que no elimina el mal pero abre un camino de curación con un abrazo. «Estos pastores, mártires de la fe, han recuperado y dejado al pueblo rumano una preciosa herencia que podemos resumir en dos palabras: libertad y misericordia». Y concluyó la homilía diciendo: «Que seáis testigos de libertad y de misericordia, haciendo prevalecer la fraternidad y el diálogo ante las divisiones, incrementando la fraternidad de la sangre, que encuentra su origen en el periodo de sufrimiento en el que los cristianos, dispersos a lo largo de la historia, se han sentido cercanos y solidarios». Un reclamo para cada uno de nosotros a no desanimarnos frente a las situaciones complicadas de la vida, sino a estar ciertos mirando el ejemplo de hombres como nosotros que, confiando solo en Cristo, encontraron fuerzas para caminar hacia el cumplimento, al encuentro eterno con Cristo.



Cada discurso del Papa era acogido como si lleváramos toda la vida esperándolo. Me impactó la numerosa participación de muchísimas familias jóvenes con niños, y de personas mayores, todos unidos en la espera de un hombre que es el signo más real y concreto de la presencia de Cristo en la historia. Me conmovió el testimonio de la señora Doina, la mujer de uno de los curas greco-católicos que fue detenido (Tertulian Langa), que a sus 94 años, con toda la fragilidad propia de su situación, quiso estar presente durante el encuentro con Francisco, porque allí estaba todo aquello por lo que su marido dio la vida.

La última etapa del viaje fue la comunidad gitana de Blaj, donde de manera asombrosa el Papa pidió perdón. «Pido perdón —en nombre de la Iglesia al Señor y a vosotros— por todo lo que a lo largo de la historia os hemos discriminado, maltratado o mirado de forma equivocada, con la mirada de Caín y no con la de Abel, y no fuimos capaces de reconoceros, valoraros y defenderos en vuestra singularidad». Los periodistas que relataban la visita no ocultaron su sorpresa al ver a tantas personas, en todas partes, conmovidas por una presencia que llevaba la esperanza.