Hacia las europeas. Valores que empiezan en un yo

Frente a unos padres que se quejan por el castigo de la hija, Mariella se da cuenta de su tristeza. Y algo sucede:«Lo único que sé es que quiero volver a verte»

Animada por un amigo, me tomé en serio las provocaciones del manifiesto de CL sobre las elecciones europeas. Lo había leído varias veces pero como "observadora externa" y, sinceramente, me sentí bloqueada, sobre todo en las dos últimas preguntas, las que están más directamente relacionadas con la cita electoral. Un bloqueo que, en parte, todavía sigo teniendo ahora, pero eso no me impide contar mi experiencia respecto al título, “Una Presencia ante la necesidad del mundo”. Me ha impactado sobre todo una frase: la de la madre que dice: «Me he dado cuenta de que aquí mi hija puede ser muy querida».

Desde hace cuatro años trabajo como profesora de apoyo aunque, al ser graduada en Letras clásicas, no fuese mi ambición. Las circunstancias de la vida me han llevado, en cambio, a especializarme en este ámbito y a confrontarme con realidades escolares siempre muy complejas y de límite. No obstante, siempre he tenido la intuición de estar llamada exactamente ahí, con los chavales que se me han confiado.

Un día pasó algo muy desagradable. Por una broma que le gastó una chica de secundaria, un compañero se hizo daño y acabó en el hospital. Los padres del chaval decidieron no presentar denuncia, mientras la rectora suspendió a la alumna obligándola a realizar tres días de servicio comunitario con chavales minusválidos del colegio. Así el episodio acabaría con un final feliz, si no fuera porque, al día siguiente, los padres de la chica, convocados para firmar la medida disciplinaria, vinieron en pie de guerra.

El "castigo" de la hija, decían, menoscaba seriamente su estabilidad psicológica y «poner públicamente una cruz» a una menor por un acto «involuntario» e «inconsciente» les parecía una solución desproporcionada. No me lo podía creer. En un momento dado, sin embargo, me topé con la apagada mirada de la madre. Me imaginé la soledad que esos padres deberían de vivir para tener una reacción de ese tipo. Entonces, les expliqué que habíamos pensado en esos tres días de actividad, no como una humillación, sino como un auténtico camino educativo: no queríamos dejar que ella sola tomara conciencia de su mal (aunque lo hubiera hecho sin querer) y queríamos que experimentase que existe una forma más verdadera de relacionarse con sus compañeros. Tras un instante de silencio, los padres dijeron: «Si esa es la razón... entonces no podemos no estar de acuerdo con vosotros». Me despedí de ellos pero, casi no me había dado tiempo a darme la vuelta cuando la madre salió tras de mí y, llamándome, me dice: «Profesora, si tiene otros consejos sobre educación... los necesitamos como el agua».

Algo había pasado. Tal vez el mismo "algo" que, después de tres días juntas, llevó a esta chica a decirme: «No sé por qué ha pasado, pero estos días han sido muy bonitos. Lo único que sé es que quiero volver a verte. Porque no cabe duda... ¡nos volveremos a ver!».

De este hecho he aprendido dos cosas. Lo primero es que todos esperamos una Presencia que acompañe nuestras exigencias y que sobrelleve nuestros pequeños grandes dramas. El problema de la vida no es no hacer el mal, sino empezar a entender que nosotros no somos el mal que hacemos.
En segundo lugar, reflexionaba sobre el hecho de que valores como la solidaridad, el respecto y la dignidad de cada ser humano (los valores sobre los que se funda Europa) no se pueden defender (en ningún lugar) o proclamar sin que se vivan de un modo auténtico o sin un "yo" en el que esos valores empiecen ya, aunque de forma frágil, a vibrar.
Intuyo que este nivel de conciencia es el único capaz de construir relaciones humanas verdaderas y que permite pasar de una simple tolerancia hacia quien es distinto a una verdadera «amistad social» con él, que igual nunca se convertirá en amigo tuyo pero que, desde luego, empezará a verte como un compañero leal de camino.
Mariella, Lecce