Barcelona

Barcelona. De Venezuela a casa de Jorge

Conoció por casualidad a Ana y sus dos niños, que no tenían a dónde ir. De la acogida en familia a la belleza de varios días juntos. Y la gratitud por pertenecer a la Iglesia

Con algunos amigos, somos voluntarios en la parroquia de Santa Anna. Es un pequeño grupo de caritativa y quedamos una vez al mes. Además, los primeros domingos de cada mes vamos allí a misa de 12:30h varias familias con nuestros hijos pequeños, después de lo cual comemos con Mn. Peio y con algunas de las personas sin techo que andan por allí, descansando, comiendo o bebiendo, en lo que viene siendo el hospital de campaña que ha pedido el Papa en pleno centro de Barcelona.

El pasado lunes por la tarde quedé con el párroco para invitarle a un acto del Puntbcn, el encuentro cultural organizado por la comunidad de CL en Barcelona. Al salir de su despacho nos contaron que acababa de llegar una mujer venezolana con sus dos hijos. No tenía dónde dormir y la administración no se hacía cargo porque estaban desbordados. Eran casi las ocho y las puertas de la parroquia tenían que cerrar. Aquella familia cargada de maletas se iba a quedar en la calle.

La mujer tenía unas marcadísimas ojeras y unos ojos tristes. Los dos niños, de 11 y 7 años, miraban al suelo con una expresión entre cansada y asustada. ¿Cómo los íbamos a dejar dormir en la calle? Viendo la situación, Ana, una teresiana napolitana que es la jefa de voluntarios, y yo decidimos buscar un hotel para que pasaran la noche. Así lo hice con el móvil. Reservé y los llevé a un hostal céntrico para que al día siguiente pudiesen seguir en Santa Anna con la búsqueda de alojamiento. Me los llevé en coche y los acompañé hasta su alojamiento, con tan mala suerte que la habitación que yo había contratado por una plataforma virtual se había contratado poco antes por otra plataforma, sin tener tiempo el hotel de notificar que la habitación estaba ocupada. Resultado: no había habitación y me tenían que buscar otra equivalente en Barcelona. Mientras, podíamos esperar en el hall. Allí estuvimos media hora más o menos. Cuando me dieron una alternativa los tres se habían dormido en sendos sofás y ahora había que llevarlos al otro lado de la ciudad, casi al doble de precio y sin garantías de que allí fuésemos a tener el tema solucionado.

Refugiados venezolanos en la frontera con Colombia

Durante nuestro tiempo de espera allí, yo había estado llamando a mi mujer, que no me respondía al teléfono. Era la hora de acostar a los niños. Tenemos cinco, entre 2 y 11 años, y estamos esperando el sexto. Estaría ocupada y no podría responder. Le quería consultar algo que me había empezado a rondar la cabeza: ¿y si los llevaba a casa a que descansaran? Tenemos dos camas libres y uno de los chicos podía dormir con la madre. Pese a no poder confirmar con mi mujer, aunque sabiendo bien que no le iba a parecer mal, decidí llevármelos a casa. Al llegar, mi mujer nos recibió contentísima. Les dimos de cenar unos huevos fritos y se fueron a descansar, que es lo que necesitaban.

Se han quedado en casa una semana entera. Después han ido a casa de unos amigos, que tienen cuatro niños, que los han tenido cuatro días antes de que entren en un piso que hemos encontrado, en el que Cáritas les va a pagar una habitación.

Lo sorprendente es que esta pequeña aventura ha sido también una pequeña revolución porque hemos verificado nítidamente la presencia del Señor en los necesitados. El primer signo ha sido la oleada de adhesiones que hemos recibido para acoger al necesitado, algo que hemos experimentado una y otra vez en nosotros mismos en la Iglesia. Tanto voluntarios de la parroquia de Santa Anna como amigos del movimiento se han ofrecido para ayudar. Unas han hecho de abuelas, otros han acompañado a Ana Mª y a los chicos a hacer gestiones en las distintas administraciones, otros les han buscado colegio, otros casa, estuvimos en una calçotada en la Masía y se quedaron a dormir allí el fin de semana. Al final, llevarnos a esta familia a casa ha hecho crecer la unidad de nuestro pedacito de Iglesia en el día a día. Otro signo curioso ha sido la unidad en nuestra casa. Lo que en principio tenía que resultar un sacrificio, en algunas cosas lo ha sido, pero también ha hecho emerger en los niños y en nosotros un deseo de hacer las cosas mejor para ellos. Nuestro hijo mayor ha cedido su habitación sin rechistar, sin siquiera haberle avisado de que venían; algo, por lo menos, inesperado.

A mí me ha sido mucho más fácil prescindir de mis pequeñas obsesiones de cada día para centrarme en lo más importante. Es como si acogerles me hubiese puesto más disponible con respecto a lo que sucedía a mi alrededor. Algo que, por cierto, implica cansancio, que uno puede ofrecer también más conscientemente gracias a tenerlos allí.

Además, hemos visto claro algo que dice san Óscar Romero en su discurso en Lovaina, que el contacto con los pobres da una conciencia más clara del pecado: «Sabemos que la ofensa a Dios es la muerte del hombre. Sabemos que el pecado es verdaderamente mortal; pero no solo por la muerte interna de quien lo comete, sino por la muerte real y objetiva que produce. Recordamos de esa forma el dato profundo de nuestra fe cristiana. Pecado es aquello que dio muerte al hijo de Dios, y pecado sigue siendo aquello que da muerte a los hijos de Dios».

Teniendo a Ana Mª en casa hemos prestado más atención a lo que se vive en Venezuela y en tantas partes del mundo. También nos ha resultado muy curioso –por no decir providencial– que el día después de acoger a esta familia nos llegase un manifiesto de CL en América Latina que decía algo poco habitual: «Invita a comer a tu casa a una familia de migrantes venezolanos. Son muchos los venezolanos que han migrado y que están lejos de su tierra por situaciones adversas. Proponemos acoger a una familia venezolana en tu casa, para brindarle un almuerzo y compartir con ella el abrazo y la acogida».

Era como si hubiese una extraña conexión entre el camino del movimiento y el nuestro. El mensaje de Cuaresma del Papa nos decía: «Abandonemos el egoísmo, la mirada fija en nosotros mismos, y dirijámonos a la Pascua de Jesús; hagámonos prójimos de nuestros hermanos y hermanas que pasan dificultades, compartiendo con ellos nuestros bienes espirituales y materiales. Así, acogiendo en lo concreto de nuestra vida la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, atraeremos su fuerza transformadora también sobre la creación». Parecía escrito para nosotros en estos días y son muchas personas en nuestro entorno las que reconocían esta fuerza transformadora. Pero esta fuerza transformadora se hacía especialmente ostensible en el rostro de Ana Mª y en sus hijos, que en poco tiempo de acogida y convivencia con la Iglesia se habían llenado de alegría. Incluso la hermana mayor de Ana Mª nos llamó llorando desde Cádiz, donde está en el programa de refugiados, para agradecernos que nos hubiésemos hecho cargo de ella. No éramos nosotros. Era el Señor.

Y, como colofón, una imprevista cena en nuestra casa el pasado domingo, con Ana Mª, el párroco de Santa Anna, los dos obispos auxiliares de nuestra diócesis y varios amigos del movimiento –que prepararon la cena porque nosotros estábamos agotados–, de la que salimos todos agradecidos, aunque terminamos tarde, reconociendo lo que nos decían los obispos, que el Señor suscita en su Iglesia «manantiales de vida» de los que ellos no dejan de ver muestras en Barcelona. Y nos decían que lo curioso es que no los pueden reproducir ni queriendo. Lo único que puedes hacer con ellos es obedecerlos, decían, porque son una posibilidad de conversión para muchos. Por todo esto, estamos muy agradecidos, porque no hubiésemos podido ver nada de lo que hemos visto sin haber sido queridos primero tal como somos en esta madre que es la Iglesia, y porque vamos ganando claridad en otro de los métodos infalibles para tener un contacto evidente con el Señor.
Jorge (Barcelona)