«Alguien que escribe recto en nuestros reglones torcidos»

La aventura del centro de ayuda al estudio Portofranco empezó el año pasado en Monza entre libros, chavales y una caldera que no funciona. Pero eso no impide empezar a «ver a Jesús que pasa» entre esas cuatro paredes, con una caricia...

En noviembre empezó la aventura del centro de ayuda al estudio Portofranco también en Monza y yo formo parte del grupo de profesores que lo cuida.

«¿Cuidar de qué?». Mi experiencia parte de aquí, de esta pregunta. Porque una cosa es ocuparse de los chavales para que consigan unas notas más o menos discretas, hagan los deberes para las clases del día siguiente y logren la suficiencia en las asignaturas que más les cuestan. Otra cosa es cuidarlos a ellos, cuidar su persona, su presencia en el mundo, tan cercana a la mía, pues descubro en mí una profunda ternura cada vez que me miran y me dicen: «Profe, ¿a usted también le pasa que tienes "tropecientas" cosas que hacer, pero es como si faltara la más importante?». Sí, a mí también me pasa, ¡y de qué manera! Si voy a Portofranco es por esa necesidad, por esa nostalgia desmedida que ninguna de esas "tropecientas" cosas puede llenar.

Desde que voy allí, mi postura, o mejor dicho, mi pregunta ha ido cambiado paulatinamente hasta convertirse en: «¿Cuidar de quién. Y la respuesta: «De mí, de mi necesidad, de mi corazón mendigo. Cuidar de lo que percibo como mi necesidad más urgente: mi encuentro con Jesús».

Solo tras haber tomado conciencia de esta exigencia, tan verdadera y concreta hasta el punto de hacerme saltar cada vez que se habla del tema incluso en familia, con Claudio y con mis hijos («Mamá, ¡te enciendes cuando hablamos de Portofranco!»), solo cuando he vislumbrado lo mucho que me interesa, consigo centrarme en los chavales. Aunque vayan simplemente para hacer los deberes, llegan siempre cansados, hambrientos y sedientos, con sueño, y a veces te suplican: «Profe, ¿puedo quedarme un rato más “fuera” antes de empezar? Llevo todo el día “encerrado”». Y tú no solo le das la razón sino que sales con él: «vale, empezamos en cinco minutos».

«Este es el método de Dios», me digo a mí misma. Él consigue juntar cada pizca de "bueno" que hay en cada uno de nosotros, nos viene a buscar en cada circunstancia banal. Y logra "escribir recto" con nuestros reglones torcidos. Y cuida de mí, haciéndome creer que soy yo la que cuida del otro.

Portofranco es una realidad. Está hecha de cuatro paredes, de una puerta que tardas diez minutos en abrir, cuando todo va bien... Y de frío, a pesar de tener todas las ventanas con las persianas cerradas para que la temperatura no baje aún más: «Pero, profe, ¿a nosotros por qué debería interesarnos esto?». Es así, Portofranco es un lugar vivo de encuentro, es la experiencia viva de una belleza que va más allá de lo que se ve y se siente, más allá de todo lo que pasa allí dentro. Y no es por nuestra capacidad, sino por el don de Otro.

La última vez, después de la clase, me quedé con Paola y Stefano. Nos preguntábamos: «¿Por qué?». Porque está Jesús. Esta es la única respuesta razonable. Está Jesús. Si estoy atenta, le puedo ver. Vuelvo a casa, me siento una bombilla encendida. Vuelvo a leer las palabras de Wael Farouq en Huellas de febrero: «El diálogo ya no es una forma de negociación para llegar a un compromiso. Ya no es la búsqueda de puntos de contacto, ni el intento de sobrevolar sobre las diferencias. Ya no es diálogo formal sino presencia. En todas sus formas, la presencia genera esperanza. No hace falta ser intelectuales o poderosos, basta estar, como seamos capaces, como podamos». Me acuerdo del ciego Bartimeo, él logró "estar presente", como podía. Lo sintió pasar, percibió la fuerza de la salvación que aquel Hombre llevaba consigo y salió, siendo ciego, corriendo tras Jesús.

Y es así también en Portofranco. Habría que entrar allí cada lunes como Bartimeo. Intentar estar presente, como somos capaces, para darnos cuenta de que Él pasa.

Me conmueve todo lo sorprendente, inesperado, verdadero y al mismo tiempo misterioso que pasa. Y salgo de allí contenta. «¡Mire, profe! Llevo un mes sin suspensos», dice A. tan contento, mientras me muestra en el móvil una serie de notas verdes. Hago como si no viese el único rojo, un tres y medio en lengua. «Mi asignatura…», pienso. Pero le digo: «¡Qué belleza! ¿Estás contento de venir aquí?». «Sí, profe. Estoy contento por las notas, pero eso no es lo mejor que pasa aquí». Entonces mi corazón late con fuerza. Nada que añadir o preguntar, le acaricio y me asoma alguna lágrima. Hoy también ha venido Jesús y yo estaba allí, como era capaz, como podía. Y le he acariciado.
Cilla, Monza (Italia)