A la derecha: Alberto Bonfanti, uno de los fundadores de Portofranco

Portofranco, una espléndida mayoría de edad

El centro de ayuda al estudio celebró sus 18 años con una fiesta para dar gracias a voluntarios y benefactores, y recordar, con un premio, a su fundador, Giorgio Pontiggia. «Un gran mar de gratuidad», cada vez más al servicio de todos
Luca Fiore

Portofranco ya es mayor de edad. Y ha celebrado una fiesta digna de esta ocasión, invitando a viejos y nuevos amigos a su sede de Milán. Cumplir 18 años es verdaderamente una ocasión especial para un centro de ayuda al estudio. Allí estaban presentes el administrador Marco Bussetti, el director de sede de la Católica de Milán Mario Gatti, el representante del arzobispo, monseñor Luca Bressan, y el presidente de Portofranco, Emmanuele Forlani. También había amigos como el cómico Giacomo Poretti y el presidente de la SEA (Società Esercizi Aeroportuali), Pietro Modiano.

Pero en la fiesta había sobre todo voluntarios y antiguos alumnos, alguno vino con sus hijos pequeños, otros mandaron mensajes de video. Uno era de Londres, un antiguo alumno que hoy es gerente de un restaurante de moda, y otro de Nottingham, donde una exalumna estudia su carrera universitaria (después de haber llegado a Portofranco porque era un «caso perdido…»). Pero no se celebra tan solo a los que «lo logaron», no es ese el estilo de Portofranco. Hay tiempo también, entre otros reconocimientos (como la entrega del primer Premio Giorgio Pontiggia), para el premio al que se saltó más clases. Lo que cuenta aquí no es por fuerza ser bueno en la escuela, sino estar, cada uno tal como es. «Que hayamos llegado hasta aquí quiere decir que hemos nacido de una idea victoriosa», explica Alberto Bonfanti, profesor y uno de los fundadores de Portofranco junto a Giorgio Pontiggia. «Nuestro objetivo era responder a una necesidad real».

¿Cuál es esa necesidad?
Un lugar donde se pudiera ayudar de manera gratuita a los chicos con los estudios. Responder a esta necesidad ha sido una ocasión de encuentro. En dieciocho años hemos conocido, uno a uno, a casi 19.000 chicos. Y hemos podido hacerlo gracias a los tres mil voluntarios que han pasado por aquí.

Portofranco es además un observatorio escolar. ¿Cómo ha cambiado la educación estos años?
Veo que aumenta el desinterés en los chicos. Lo veo en Portofranco y lo veo cuando doy clase. Sin embargo me doy cuenta de que basta muy poco para despertar su interés. Si se encuentran con un adulto que los toma en serio y se apasiona con lo que hace, su inteligencia se enciende rápidamente.

¿Un ejemplo?
Un muchacho que después de cinco clases de matemáticas ha pasado del 3 al 7. Tenía capacidades, solo hemos tenido que conseguir “arrancar el motor”. También pasó algo así en la fiesta. Vino a vernos Modiano, presidente de la sociedad que gestiona los aeropuertos de Milán, y había un grupo del instituto técnico aeronáutico que lo bombardeó con preguntas. No le dejaban irse… Cada vez que veo cosas como esta me convenzo de la pertinencia de la frase de Plutarco que hemos puesto a la entrada de Portofranco: «Los jóvenes no son vasos que hay que llenar, son un fuego que encender». Y realmente es así.

Un momento de la fiesta

¿Cuál es vuestro secreto?
Por un lado la gratuidad. Los chicos se dan cuenta de que aquí se encuentran con personas que les ayudan sin pedir nada a cambio. Ni siquiera buenas notas. Por otro lado nosotros miramos a cada chico como un mundo en sí, mientras que en la escuela a menudo se considera al sujeto como parte de una clase. O bien se resuelven los problemas etiquetándolos como ACNEE (alumnos con necesidades educativas especiales), que es un intento de traducir la atención a la persona, pero acaba siendo una forma de homologación.

Portofranco es una obra, en el fondo, al servicio de la ciudad. ¿Cómo han crecido las relaciones con las instituciones locales?
Giorgio, y nosotros con él, tenía claro que íbamos a fundar una realidad al servicio de todos. Es público lo que es verdadero, decía. Por eso nunca hemos tenido problemas para dialogar con las instituciones. Nuestra sede la hemos obtenido participando en una convocatoria del Ayuntamiento de Milán. Pero el valor social no está solo en el ahorro de dinero público –pensad lo que podrían costar las 15.000 horas de clase que cada año proporcionamos gratuitamente si se pagasen a 20 euros cada una– sino también a nivel de integración y lucha contra el fracaso escolar. Me parece que este mensaje ya se ha transmitido. Todos los últimos alcaldes, Albertini, Moratti, Pisapia y Sala, han venido a conocernos. Pisapia incluso ha pujado en una subasta que hemos organizado para recaudar fondos. En los últimos años ha crecido además la relación con las instituciones escolares: la administración nos ha implicado en una red de escuelas para un proyecto contra el abandono escolar.

¿Qué es el Premio Giorgio Pontiggia?
Es un reconocimiento nacido gracias a la voluntad de dos grandes amigos de nuestro fundador, que lo conocieron en tiempos de su servicio en la parroquia de la Fontana, Piero Portaluppi y Nanda Calcagno. Hay tres premios en metálico de mil, quinientos y 250 euros. Hemos pedido a los chicos que se presentasen como candidatos escribiendo una carta en la que expresaran un deseo que pudiera cumplirse gracias a la suma del premio.

El pin de Portofranco

¿No está entonces ligado al mérito escolar?
No, porque, siguiendo el espíritu de Giorgio, queremos ayudar a los chicos en su recorrido escolar, pero lo hacemos para salir al encuentro de su persona, de su necesidad humana, y queremos tomar en serio los deseos que tienen. No queremos reducirlos a las notas que sacan.

¿Quién se ha llevado el premio?
Hemos recibido unas cincuenta candidaturas. Algunas muy conmovedoras, llenas de humanidad. Los premiados han sido una chica cubana que quería apuntarse a un curso de guitarra, otra originaria de Cabo Verde que pedía ayuda para su familia que tiene dificultades y una ecuatoriana que deseaba hacer un curso de fisioterapia.

El tema de la integración también os ha hecho famosos en la ciudad.
Nunca nos hemos planteado la integración como objetivo: ofrecíamos ayuda a una necesidad real. Después de un par de años hemos recibido un boom de inscripciones de extranjeros. Hoy son el 30 por ciento. Nosotros ofrecemos una amistad a los que vienen y la integración es consecuencia de esto. Para nosotros ha sido un gran descubrimiento. El diálogo, sobre todo con los musulmanes, es una ocasión de conocimiento recíproco y, para mí, la confirmación de hasta qué punto el cristianismo es verdaderamente “católico”, es decir, abierto a todos.

¿Qué episodio te ha impresionado más en estos años?
El día de la muerte de Giorgio le pedí a un amigo voluntario que rezase una oración. Me dijo que al final llegó una chica egipcia musulmana a punto de llorar, diciendo que una amiga le había dicho: “¿Por qué rezas por un cura que de todos modos acabará en el infierno?”. Ella le respondió: “¿Por qué dices eso? Si no fuera por este cura nosotras no estaríamos aquí y no nos habrían ayudado”. Otro episodio es el de una voluntaria que, cuando se enteró de la buena nota que había recibido el muchacho al que seguía, trajo una bandeja de pasteles para celebrarlo. Bonito, ¿no?

Desde la izquierda: Marco Bussetti, Emmanuele Forlani, Alberto Bonfanti, Pietro Modiano, Luca Bressan y Giacomo Poretti

¿Qué pedís como regalo de cumpleaños?
Lo que pide cualquiera que cumple los dieciocho: poder crecer, poder continuar nuestra historia. Pedimos a las instituciones y a la ciudadanía que no nos dejen de ayudar en términos económicos, pero también a nivel de voluntarios. Deseamos también que crezca la relación con el mundo escolar, porque nuestra experiencia nos dice que también nosotros tenemos algo que proponer sobre cómo se hace escuela en este periodo de “cambio de época”. De hecho, nosotros no partimos del programa para llegar al muchacho, sino al contrario.

Y desde el punto de vista personal, ¿qué han significado estos años para ti?
Portofranco ha sido una de las realidades, dentro de la experiencia de CL, que más me ha hecho crecer como persona y como profesor. He aprendido mucho sobre qué es la enseñanza: que hace falta mirar a los chicos uno a uno, que se mide el rendimiento y no la persona, que se trabaja en equipo… Pero me impresiona que, en la caritativa, uno hace un gesto para sí que está además al servicio de otro. Y, pensándolo bien, es lo que tendríamos que hacer siempre nosotros, los profesores: enseñar para aprender ante todo nosotros, de otro modo será difícil ser capaces de comunicar algo a los alumnos. En todo caso, de estos 18 años me queda en los ojos el gran mar de gratuidad.