Nuestros muertos

El País
Sergio del Molino

Cuando murió mi hijo, me obsesioné con lo que algunos llamaban literatura de duelo. Me empaché de tristuras ajenas en busca de no sé qué milagro. Tal vez mendigaba en aquellos libros de ayes y muertes la compañía que los amigos no podían darme. Leía sin masticar, sin distinguir géneros ni calidades, hasta que no me cupo una frase más. Me quité el vicio del todo y hoy puedo abrir de cuando en cuando una de esas obras sin miedo a recaer. Todo lo que me queda de aquel atragantamiento es un olfato infalible para detectar las piezas sublimes entre la porquería, y la convicción de que no se puede entender el mundo si no se piensa en la muerte. Sobre todo, este mundo de hoy, que prefiere pensar en cualquier otra cosa...
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