Jiménez Lozano: al final del invierno

ABC
Ignacio Peyró

Con algo de equivalente británico de las golondrinas de Bécquer, los versos de William Wordsworth a los narcisos han sido votados –hasta para la lírica hay sondeos– uno de los poemas más cercanos al corazón de los ingleses. Son unas estanzas escritas, hace ya dos siglos, en fechas como estas. El poeta paseaba con su hermana por una región –el Distrito de los Lagos– cuya belleza no tardaría en ser célebre, cuando de pronto los vio: un prado de narcisos, entre las ramas y el agua, ‘girando y bailando, casi como si rieran, felices y cambiantes, con el viento que soplaba a su través’. «Nunca los había visto tan hermosos», escribe Wordsworth. Lo demás está en los manuales de literatura: el Romanticismo, la correspondencia entre el mundo –la naturaleza– y el interior del poeta. Incluso esa poesía del paseo que, años abajo, iba a llegar a Machado y a Unamuno, siempre tan afecto al vate inglés. De las rosas de Ronsard a las de Rilke o nuestro Juan Ramón, Wordsworth dista de ser original en la mención a las flores. En España incluso tenemos la antología que al respecto publicó Blecua padre en los años cuarenta, y ahí están el trébol florido de los medievales, las rosas y azucenas del buen Garcilaso, el romero de los celos, la violeta romántica o, por qué no volver a él, ¡las tupidas madreselvas’ de Bécquer, siempre segundonas de las golondrinas en la misma rima. Sergio del Molino se reía hace no tanto de cómo estos arreglos florales parecen ser siempre el recurso favorito de nuestros poetas a la hora de ocupar sílabas. Pero entre nosotros es una tradición que merece estima y, si me apuran, pasmo, pues en ella lo mismo podemos ceñirnos una guirnalda anacreóntica que adentrarnos por un jardín de sensualidad modernista, meditar en la fugacidad de las rosas barrocas, entregarnos a una no menos barroca picardía o contemplar las margaritas que encareció san Juan de la Cruz antes de morir. Hasta poetas hemos tenido –Francisco de Rioja o Polo de Medina– que abrazaron las flores con pasión monográfica. Ahora que se cumple el primer aniversario de su muerte, es difícil no acordarse de quien ha tenido uno de los más hermosos y limpios florilegios de nuestra literatura reciente, José Jiménez Lozano, que –en esta misma página– escribió sobre las rastrojeras de octubre, sobre acianos y amapolas, sobre las flores del almendro y las flores del cerezo. Las de don José no fueron, desde luego, las ‘rosas de cloroformo’ de los decadentes, pero tampoco el jaramago del moralista, que predica, desde las ruinas, sobre la vanidad del mundo. Su poética más bien hay que buscarla entre la desnudez y la esperanza de ‘las aves del cielo y los lirios del campo’, como una promesa evangélica, y en sus páginas los jardines no son geometrías francesas, sino que tendrán mucho de huerto de los monjes o de aparte de Fray Luis, sabedor como era don José del consuelo que ‘la umbría y el frescor’ traen al viejo cuero de Castilla. Justamente al hablar sobre poesía, Jiménez Lozano comenta que ‘es una mirada en la que se nos concede ver la belleza que no vemos a diario’, pero ese fulgor bien puede iluminar lo que sí vemos todos los días. Y quizá por eso don José se complacía tanto en detallar los nombres de los monasterios del Císter, alusivos a un gozo y un descanso, de Aiguebelle a Sotos Altos. Y por eso creía, contra el siglo XX, que el ornamento no es ningún crimen, y amaba la mano que acercaba una planta o una flor a una mesa, unos anaqueles o una imagen. Como ese otro ermitaño francés, Christian Bobin, tan cercano en el espíritu, Jiménez Lozano, en su pequeño Port Royal de Alcazarén, también sabía que ‘lo menos absurdo son las flores’. Y como su amada Simone Weil, pensaba que si la belleza de las flores nos llegaba tan hondo, era en virtud de su debilidad, pues ‘una condición de la belleza es estar casi ausente’. Cuando murió, hace ahora un año, don José, por Gran Bretaña –como siempre en este tiempo estaban brotando, de nuevo, los mismos narcisos que vio Wordsworth. En las mañanas color uralita de Inglaterra, todavía en días fríos, las flores son un escándalo de luz, y no hay jardín, por encopetado que sea, que deje de adornarse con estas flores, modestas y abundantes como son. En estas semanas de confinamiento que llevamos en tierra británica, salir al parque a estirar las piernas y encontrarse con los narcisos quizá no nos provocara los versos de Wordsworth, pero sin duda esponjaba el corazón con una alegría parecida a la suya, aunque hoy nuestro romanticismo se limite a subir una foto pretenciosa a Instagram. Pero es hermoso ver que toda Inglaterra celebra la llegada de estas flores, y por apenas una libra las compramos en el mercado para alegrar la clausura de las casas en este monacato sobrevenido que son los encierros a causa del Covid. En estas semanas inmóviles no sé si contemplar los narcisos, como quiere Bobin, ‘lleva a la vida perfecta’. Pero seguro que alguna lección nos dan de paciencia y de espera, de cuidado y de abandono. Seguro que algo nos dicen del tiempo que pasa por ellos y por nosotros. Son, desde luego, una belleza –una bendición– que vemos a diario. Una invitación –como diría el propio Jiménez Lozano– a ‘la paz del pensar’. Adon José –gracias a la mano de Dora, su mujer– nunca le faltaban las plantas, en verdad muy hermosas, y las flores. Sabía de lo que hablaba al escribir sobre ellas. En Castilla, como en Inglaterra, el invierno parece a veces enamorarse de la tierra, pegarse a ella. Tarda mucho en pasar. Nos quema de impaciencia. En esta misma página de ABC, hace más de dos décadas, leíamos a Jiménez Lozano escribir sobre ‘la indestructible esperanza’ que encarna el almendro, ‘obstinado milenio tras milenio en ofrendar su flor, aunque será casi siempre amortecida por el hielo’. Y estos días, de Castilla a Inglaterra, ha sido inevitable pensar en don José mientras veíamos abrirse los primeros narcisos: también ellos representan la certeza de que, por duro que sea, el invierno no ha de durar para siempre.