Gistau

ABC
Pedro G. Cuartango

En la tarde noche del domingo 9 de febrero, hace hoy un año, recibí una llamada telefónica de Pedro Simón. Yo estaba leyendo en mi casa de Miranda. Hacía un tiempo frío y desapacible. Cuando vi su nombre en el móvil, presentí lo que me iba a decir: que David Gistau había muerto. Cuando volvía a la mañana siguiente a Madrid en mi coche, me detuve en un área de descanso de la autovía que hay antes de llegar a Briviesca. Está en un promontorio y ofrece la mejor vista de la comarca de La Bureba, enmarcada por los montes Obarenes. Veía el ziz zag de la carretera que asciende a Frías, donde antaño sobrevolaban los buitres. Y, en lontananza, Poza de la Sal, el pueblo de Félix Rodríguez de la Fuente, al que yo conocí en mi niñez en un bar al que había entrado con un halcón en el brazo. Sentí que el mundo de mi infancia, cuando yo recorría los pueblos de La Bureba con mi tío, había desaparecido para no volver. El pasado era una pesada losa imposible de levantar. Mi tío Ventura, por el que tenía un gran afecto, había muerto hace muchos años al igual que mi padre y otros muchos de su generación. Aquel paisaje ya no significaba nada, me era ajeno, tan sólo un doloroso testimonio de demasiadas lejanías. No albergaba esa sensación sobre la muerte de Gistau porque sencillamente estaba perplejo. Me parecía que la llamada de Simón había sido un sueño, que despertaría pronto de la pesadilla. Era imposible, inimaginable, que David nos hubiera abandonado para siempre. Habían pasado diez días desde la última vez que le había visto en el hospital, plácidamente dormido, como si estuviera a punto de despertar. Manuel Jabois le estaba leyendo un libro en la minúscula habitación del Clínico a la que sólo se podía acceder con una bata verde. Tras el funeral, tardé varias semanas en asimilar que se había ido de este mundo. En alguna ocasión, estuve a punto de marcar su número de teléfono. Lo que no asumía era que una persona como él, tan vital y lleno de proyectos, se hubiera marchado sin despedirse de sus amigos. Como si la Parca tuviera la obligación de avisar de su llegada. Unos días antes de su accidente, a finales de noviembre, habíamos comido, como casi todos los meses, en un restaurante de la calle Narváez con Garci, Relaño y Camacho. Habíamos discutido sobre el gol de Marsal al Athletic. Le acompañé a Gistau hasta la esquina donde había aparcado su moto y luego cogí el metro. Me comentó algo sobre un cuento de Hemingway. Sigo sin perdonarle por abandonarnos y sin entender qué extraño azar determina quién vive y quién muere. Fue él quien escribió tras nacer su hijo Luca en 2010: «Por primera vez en mi vida, temo morir. Me siento obligado a permanecer al menos 25 años más, los que él pueda necesitarme y en eso no quiero fallarle». Luca crecerá sin padre y nosotros viviremos sin un amigo.