La desconocida

ABC
Pedro G. Cuartango

Me gusta desayunar mientras contemplo cómo surgen las primeras luces del día. Mi cocina tiene amplios ventanales y da a un patio abierto en el que hay un bloque de viviendas. Ayer la niebla y una fina llovizna ocultaron los rayos del sol al amanecer en Madrid. El cielo se fue iluminando perezosamente, como un escenario en el que se va disipando la penumbra al comienzo de la función. Veía perfectamente enfrente de mí una habitación iluminada con una mujer de unos 40 años desayunando. Estaba sola, con el pelo recogido y vestía un albornoz de color rosa. Parecía intensamente concentrada en su móvil o en una tableta. Tenía sobre la mesa una cafetera, de la que se sirvió varias tazas. Inmediatamente asocié lo que estaba presenciando con un cuadro de Edward Hopper en el que se muestra una mujer en una ventana que lleva tal vez una carta en la mano. El fondo de la habitación está oscuro, lo que acentúa el misterio de la representación. Durante media hora, la vecina siguió absorta en su mundo interior, con una extraña inmovilidad sólo rota por el gesto de llevarse a la boca un tenedor de forma intermitente. De repente, se tapó la cara con las manos. Tuve la impresión de que estaba llorando, pero seguramente sólo fue un gesto de cansancio. Salió de la habitación, dejando la luz encendida. Y, a los pocos minutos, alguien apagó la luz. Ya era de día. Aunque mi casa está a menos de 30 metros de la suya, nunca había visto a esa mujer. Era una completa desconocida con la que había compartido un momento de intimidad sin que ella fuera consciente. Me sentí como un intruso, como un voyeur que observa algo que no debiera estar mirando. Pero, a la vez, experimentaba la fascinación de entrar en una vida ajena. Me pregunté si estaba casada, si tenía hijos, si se había levantado para ir a trabajar, si había perdido a algún ser querido, si era feliz. Pero en el momento de escribir estas líneas, su imagen se va desvaneciendo hasta parecer enteramente irreal, como un sueño. No hay nada más subjetivo y más engañoso que una mirada, en la que la perspectiva y la secuencia temporal hacen imposible distinguir entre lo real y lo imaginario. Como en aquel cuento de Cortázar en el que el fotógrafo cree haber registrado un crimen del que no aparece luego ni el menor indicio. El cerebro reconstruye una imagen a partir de fragmentos de la percepción. Pero la realidad es puramente ilusoria. No podemos conocer la esencia de las cosas, como sostenía Kant, sino solamente su pura apariencia. La imagen de la mujer a través de la ventana oculta más que revela sobre su identidad. Mirar es siempre interrogarse sobre el ser. Sartre señalaba que el ser es lo que parece porque carece de esencia. Pero es precisamente esa impenetrabilidad de la apariencia lo que constituye su misterio. Nada más indescifrable que lo que tenemos ante los ojos y aceptamos como evidente.