La próxima vez que me muera

ABC
Salvador Sostres

Un bulto en las partes blandas. No es nada, me digo, porque yo nunca tengo nada. Pido cita con el doctor Vendrell y en las horas de espera –me recibirá al día siguiente– leo algo por internet y me quedo con lo que me beneficia en mi pretensión por convencerme de que todo irá bien. Me cuesta poco convencerme pero me molesta estar en este debate, metido de repente en un bombo que no formaba parte de los pactos que yo creía haber hecho con la Providencia y con la vida. Presumo siempre de la estupenda relación que tengo con mi muerte y escribo con desparpajo que algunas noches salgo a pasear con ella. El bulto no me hace cambiar de opinión pero noto que estoy de peor humor. Cometo el error de decírselo a mi mujer y la escenificación de su angustia me abruma y me impacienta. La próxima vez que me muera no se lo diré a nadie. Me duele un poco cuando me agacho o me siento pero más que preocupado estoy molesto porque creo que le soy mucho más útil a la vida y a Dios pletórico de ánimo y sin tenerme que ocupar de cosas que no puedo controlar. Si me concentro, remonto y vuelvo a ser capaz de proyectar la alegría de siempre. Si me dejo ser y no pienso en nada, poco a poco se me apaga luz hasta que me quedo algo menos que tenue. Luego hablo con mi hija de cualquier otra cosa y aunque lo más importante ya se lo he explicado, pienso que cuando te quedas sin padre a los 9 años ya para siempre eres una niña que a los 9 se quedó sin padre. Otra vez me irrito, y me ofendo, porque creo que es una estupidez que precisamente a mí, me mezclen con bultos. Me echo en la cama y me duele y leo que si duele es más probable que no sea un tumor. Me incomoda el simple hecho de mencionar esta palabra. Ya por la mañana, llego a la Quirón sobre las 11. Ecografías, etcétera. Y efectivamente no es nada. Bueno, es un una infección, y sin que yo se lo pregunte el doctor me aclara –no sé por qué, pero lo hace– que «no es de transmisión sexual». Lo menciono porque cuando llamo a mi mujer –ustedes ya conocen las particularices circunstancias en que aún me refiero a ella como «mi mujer»– la celebración porque no vaya a morirme dura pocos segundos, hasta que me espeta: «Pues ya sabes qué tienes que hacer, avisar a quien sea», como queriendo decir. ¿Fui yo quien se fue de casa? No fui yo quien se fue de casa. ¿Me oyeron quejarme? No me oyeron quejarme. Me enfado con el comentario, le cuelgo el teléfono, entiendo es muy grosero hacerlo y de verdad que no esperaba por mi vida grandes festejos, ni que me invitara al Nobu de Varsovia para celebrar que aún puede que me queden algunos años, pero me frustra que haya sido tan imperceptible la transición del «no tengo un cáncer» al reproche injustificado. Que poco dura morirse, pienso, mientras voy a la farmacia a comprar el antibiótico que Vendrell me ha recetado. La próxima vez que me muera no se lo diré a nadie y si se me escapa tardaré más en decir que es falsa la alarma. Paso por casa a dejar la bolsita con los fármacos porque nunca me ha parecido serio un hombre que va con bolsas por la calle. Almuerzo con un muy querido amigo que me cuenta la grave decepción que ha sufrido con otro íntimo amigo. Está triste, pero como yo con mi bulto cuando podía ser un tumor, está sobre todo enfadado, indignado, porque no había ningún motivo, ninguno, para que su amigo le engañara de un modo tan innecesario estúpido. Si quería algo, le habría bastado con pedirlo. Exactamente lo mismo que Dios conmigo, que no creo que pueda tener ninguna queja de cómo administro su tiempo y sus recursos. Si es que yo lo digo por Él, lo mismo que mi amigo lo dice por el suyo. Podéis dispararnos, podéis matarnos, y si creéis que os vamos a montar un drama, estáis completamente equivocados. Hemos vivido mucho y hemos vivido muy bien. Hemos hecho todo lo que queríamos hacer y lo hemos hecho muchas veces. Para nosotros lo más fácil sería morirnos. «Aquí descansa, y de verdad, Salvador Sostres Tarrida». Lo que no entiendo es qué cálculo habéis hecho vosotros, bajo qué matemática os conviene no tenernos. Por primera vez hablamos con mi amigo de la decepción, de la tristeza y por primera vez no sabemos qué decir, ni qué hacer, y estamos muy cansados porque no hemos dormido casi nada, y nos damos cuenta de que hasta hoy no habíamos jamás dudado de poderlo absolutamente todo con nuestra fuerza.