La mirada de misericordia de Galdós

ABC
Andrés Amorós

La grandeza de Galdós no se explica sólo por su maestría literaria. Por supuesto, domina los recursos técnicos del narrador realista: la capacidad de observación; la precisa evocación de ambientes, sin necesidad de farragosas descripciones; la creación de personajes que parecen vivos, cada uno con su peculiar lenguaje; la invención de tramas que captan el interés del lector; el adecuado ritmo narrativo... Todo esto y mucho más lo posee Galdós pero no es suficiente para justificar su categoría. Detrás de todo ello está la actitud básica con que mira a sus personajes. Una comparación nos ayuda a precisarlo: Quevedo y Valle-Inclán, dos genios indiscutibles, disfrutan muchas veces zahiriendo a sus personajes, haciendo su caricatura, deshumanizándolos. En cambio, Pérez Galdós, una vez superada la fase inicial de la novela de tesis, en la que, para censurar algún vicio de nuestra patria, lo encarna en un personaje muy antipático –Doña Perfecta sería el claro ejemplo–, siente cariño por todos sus personajes: comprende sus resortes íntimos, disculpa sus errores porque sabe bien que ninguno estamos libres de cometerlos. Podría hacer suya la admirable frase de un personaje de su amigo Clarín, otro genio: «Todos somos frígilis...». Esa capacidad de Galdós para identificarse con sus personajes nace de su sensibilidad, su inteligencia y su buen corazón. Amado Alonso la definió como «comunión». Para Pérez de Ayala, era una manifestación de su profundo liberalismo. El cariño de don Benito por sus personajes se traduce hasta en anécdotas. Cuando, ya ciego, le invitaron al estreno, en el Teatro Español, de la versión dramática de «Marianela», al escuchar las frases de la joven –las mismas que él había escrito, hacía ya muchos años–, se levantó de la butaca y alzó los brazos hacia ella, diciendo: «¡Nela, Nela!». Cuando enfermaba, pedía que llamaran a Miquis, el doctor que reaparece en varias de sus novelas. Todo lo contrario, así pues, de esa manida etiqueta del «distanciamiento». ¿Cómo iba él a distanciarse de la de Bringas, de Tristana, de Fortunata, de Maxi Rubín, de Nazarín, de Benina? Eran él mismo, lo mejor de sí mismo, lo que él había creado. La actitud de Galdós es la misma de Cervantes, que comprende por igual a Cipión y a Berganza, al Licenciado Vidriera y al curioso impertinente, a Maritornes y a Dulcinea. En nuestra pintura clásica, es la misma actitud de Velázquez, que contempla con igual respeto a un rey que a un bufón de la Corte. Y la de Murillo, que pinta con igual encanto a una Inmaculada, a un niño que come sandía y a unas jóvenes que se asoman a su balcón... Lo explicaron Angulo y Lafuente Ferrari: supone eso aceptar toda la realidad; el derecho de cualquier persona a ser como es; su aspiración a la libertad («Libre nací y en libertad me fundo», proclama la pastora Gelasia, en «La Galatea»); la defensa de su individualidad: «Yo soy el que soy», afirman los protagonistas de nuestro teatro clásico. Aceptar la singularidad de cada individuo es uno de los grandes valores de nuestra pintura clásica y llega hasta don Benito. En su magistral estudio, lo resume Montesinos: Galdós llega a ser Galdós, el auténtico Galdós, cuando descubre que todos los personajes, aunque no tengan la razón, sí tienen sus razones, su idea (su creencia, diría Ortega). El ejemplo más claro es Fortunata. Su idea es una revolucionaria proclamación de la libertad, en el amor: «Al que me quiere como dos, lo quiero como catorce». Por eso, al final de la novela se nos dice que ella es «un ángel»; eso sí, matiza el narrador, un ángel que comete muchos disparates. El consabido realismo de Galdós –precisó Dámaso Alonso– no es un realismo «de cosas» sino «de almas». (Coincide, así, con la mejor tradición española, desde «La Celestina» y la picaresca al «Quijote»). Ésa es la causa de que abunden tanto, en sus obras, los personajes soñadores, quijotescos, que superan los estrechos límites de la realidad. El ejemplo definitivo es el conmovedor Maxi Rubín, que acaba proclamando: «Resido en las estrellas. Pongan al llamado Maxi Rubín en un palacio o en un muladar: lo mismo da». Este largo camino galdosiano de superación del realismo culmina en «Misericordia». Benina es una criada vieja, sisona, que pide limosna para socorrer a su ama, sin decírselo: un engaño por piedad, igual que hace Lazarillo con el hidalgo, para no herir su honra. En este mundo de miseria, todos se consuelan con los sueños. A Obdulia, la ridícula solterona, le basta con un poquito de charla para olvidarse de que, en la despensa, sólo quedan unos mendrugos. El moro Almudena, pobre, feo, sucio y ciego, sueña con Benina, en una de las más hermosas declaraciones de amor de nuestra literatura: «Tú ser muquier una sola, no haber otra mí». Todos sueñan con la herencia que un día traerá un sacerdote inventado, don Romualdo. Galdós riza aquí el rizo de la superación del realismo cuando se confirma la herencia, traída por el sacerdote soñado. Al recibir su dinero, el patético don Frasquito Ponte no se lo gasta –como haría un personaje de Zola– en satisfacer las necesidades materiales: la comida, una mujer... En vez de eso, se encarga tarjetas de visita y alquila un caballo para pasar por delante del balcón de una señorita. Todo eso, tan absolutamente inútil, es lo que él necesita para seguir viviendo. Benina los comprende y los justifica a todos: «Los sueños, los sueños, digan lo que quieran, son también de Dios. ¿Y quien va a saber lo que es verdad y lo que es mentira?». Es la misma lección irónica y desencantada del sabio Cervantes: «Todo eso pudiera ser, Sancho...». Pero el dinero también hace aflorar la dureza de corazón de algunos. El ama despide a la vieja criada pero, luego, cuando su hijo enferma, tiene que recurrir a ella. Benina le asegura que se pondrá bueno y su profecía se cumple. Todavía añade una frase sorprendente: «Y ahora, vete a tu casa y no vuelvas a pecar». No sólo ha hecho un milagro Benina, como si fuera una santa, sino que ha pronunciado las mismas palabras de Jesucristo, en el Evangelio, arrogándose ella el poder de perdonar los pecados. ¿Cómo es posible tal dislate? La respuesta de Galdós está clara. «Benina», el nombre del personaje, es la forma popular de pronunciar «benigna». (No la ha llamado Caridad, supongo yo, para evitar un significado claramente religioso). A pesar de todos sus defectos, ella asciende a lo más alto que puede alcanzar un ser humano porque tiene benignidad, caridad. La gran literatura supone mucho más que el dominio de una técnica: nos ilumina, nos consuela, nos abre horizontes, nos ayuda a entender mejor la complejidad de los seres humanos. Gracias a su mirada misericordiosa, Galdós es realmente grande.