¿Dónde están los muertos?

ABC
Pedro G. Cuartango

Ayer por la tarde las autoridades calculaban que el número de víctimas del coronavirus en España se acerca ya a la cifra de 350 personas, lo que supone que en unos pocos días se ha multiplicado por diez ese siniestro guarismo. Me llama mucho la atención el anonimato de todas esas víctimas sobre las que nada sabemos porque los medios de comunicación han mostrado un gran interés por los vivos pero ninguno respecto a los muertos. ¿Quiénes eran? ¿Cómo les ha afectado el contagio? ¿Han podido consolarse con la presencia de sus seres queridos? ¿Cómo han sido sus exequias? Resulta muy significativa esta omisión, que pone en evidencia que la muerte sigue siendo el gran tabú de nuestra cultura occidental. En este caso, es evidente que el miedo al contagio, anclado en lo más profundo de nuestro inconsciente, ha contribuido a ese silencio. En la película de Werner Herzog sobre Drácula, las ratas provocan la peste en una ciudad llena de ataúdes que se amontonan por las calles. Los habitantes de la villa salen para beber, comer y solazarse mientras la devastación se hace cada vez más presente en los espacios públicos. Aquí y ahora la muerte se oculta, se censura, sencillamente no existe porque parece un atentado al buen gusto. Resulta útil contabilizar el número de víctimas, pero se evita que cada una de ellas tenga un rostro. Sin embargo, la muerte no es una abstracción. Es un hecho individual. Detrás de cada defunción hay un drama y una pérdida irreparable. Pero nuestra sociedad ha dictado que cualquier exhibición de la muerte es deprimente y antiestética. Freud hablaba del retorno de lo prohibido. Y tenía razón porque por mucho que queramos expulsar la muerte de nuestra vida cotidiana, ésta irrumpe siempre por la puerta de atrás. Ahora que estamos confinados y aburridos en nuestras casas, deberíamos reflexionar sobre esa exaltación de lo material y del consumo que parece como una loca carrera para ignorar que, por mucho que acumulemos riquezas materiales y nos protejamos con el avance de la ciencia, somos tan vulnerables como la hoja de un árbol al viento. Si los muertos por el contagio del coronavirus son tan molestos es porque nos recuerdan lo que siempre hemos querido apartar de nuestra mente: que somos mortales, vulnerables a una enfermedad, un accidente o una catástrofe. Nuestros dirigentes nos han explicado por activa y por pasiva las medidas que hay que adoptar para evitar esta peste, pero nada han dicho sobre unas víctimas cuya identidad y circunstancias se omiten, como si la ausencia de esas referencias tuviera un carácter protector y sirviera para exorcizar el mal. El escritor romántico Alphonse de Lamartine decía que «el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en el mismo ataúd». Tenía mucha razón porque toda muerte deja una ausencia en el corazón de quien ama al difunto. Por ello, estoy seguro de que estos días ha habido increíbles historias de amor que nadie nos ha contado.