Jiménez Lozano

ABC
Gabriel Albiac

«Tú no estarás un día», silabeo su heptasílabo. No está. Ahora. Cuando la losa cierra el silencio del mundo. Y esa belleza suya que él tanto amó. Murió en la madrugada de este lunes. La luz que declina en el cementerio de Alcazarén es, con exactitud milagrosa, la luz de su poema: «jaula de oro la tarde,/ cúpula azul de porcelana». La misma pregunta que, ante el seco resonar de los vencejos, asombraba a José Jiménez Lozano me golpea ahora: ¿por dónde poner sentido a todo esto? No respondo, por supuesto. Como aquellos vencejos del poema, que «no encuentran la salida,/ la ventana del mundo». Puede ser –pero eso lo pongo yo, que asisto al cierre de la losa en este atardecer de una luz castellana demasiado cristalina–, puede ser que el mundo no tenga ventanas. Ni escape. Ni sentido. Hace dos años, me digo, el funeral de Estado de Jean D’Ormesson lo presidía toda la cúpula del Estado francés en los Inválidos. Al gran escritor rendían honores el presidente de la República, sus ministros, todos los grandes en quienes la nación delega su presencia. Es lo justo, lo indiscutido. La inteligencia de un hombre es patrimonio de esa nación a cuya lengua consagró su vida. Y la nación devuelve austeramente lo que, en la austeridad de escribir, ese hombre donó a su patria. No hay funeral de Estado aquí. No hay obsequias nacionales en este atardecer de un mínimo cementerio castellano. Ni autoridades patrias, ninguno de esos minúsculos ministros o ministras que hacen, a diario, la peregrinación de los televisores. Todo lo grande es borrado aquí como una descortés anomalía. Lo hemos hablado tantas veces en el jardín de ese «pequeño Port-Royal» que era su casa para los amigos. Bajo su advertencia irónica: mejor así. «¡Ten cuidado con tu sombra/ si se agiganta en el crepúsculo!». Pero está Alcazarén. Todo. Llenando la iglesia en la cual un príncipe de la Iglesia vino a oficiar la despedida, más generoso, esta vez, que los príncipes y poderosos de este mundo. Sé –lo sabe cualquiera– que en nada, absolutamente en nada, es menos grande para las letras españolas Jiménez Lozano de lo que lo fuera d’Ormesson para las letras francesas. Lo menos grande es el aliento de la patria, de esta tan desdeñosa patria nuestra, para decir adiós a sus mejores hijos. Me puede, en esa luz y en esa cúpula de un azul a punto de resquebrajarse, una áspera congoja. No por él, no por mí. Él, para quien la escritura era sólo pensable como camino de santidad hacia una ascética pureza, había aprendido a saber la muerte portal de vida. Viejo epicúreo sin más esperanza que la de no ceder a ninguna, yo la veo como entrada en el único apaciguarse de las superpuestas angustias que componen una vida. Con distinta resonancia, la invocación de San Pablo nos sirve igual: «Muerte, ¿dónde está tu victoria?». No, mi congoja en este atardecer de Alcazarén es por esta pobre patria, que ignora a sus mejores, los deja en tenues sombras desvaídas. Sin peso. Los olvida. Y entonces, sólo entonces, me apercibo de que está bien que así sea. Que en lo efímero sólo tiene su lugar lo eterno. Recompongo sus versos, cuando el azul del cielo cede al gris. «En la gélida noche/ a la cabecera del cadáver del mendigo,/ reluce una maravillosa puntilla o filigrana,/ tejida sobre la nieve por las patitas de los pájaros./ Ni los Faraones, ni los Césares,/ tuvieron tal armiño en sus días de gloria,/ ni en sus tumbas». Ni, mucho menos, en sus Panteones, en sus hueras solemnidades… «Ten cuidado con la estética».