Padre

ABC
Alberto García Reyes

No sabes bien de qué va la vida hasta que pierdes a tu padre. Ese día se termina el mundo que queda a tu espalda. Ya no puedes volver atrás sin hacerte daño. En tus talones se abre un precipicio, un abismo repentino, que arranca de cuajo la infancia de tu almanaque. Cuando él ya no está, lo que queda de ti es para siempre el miedo. Y, de repente, todas las veces que no lo entendiste se transforman en una soledad devastadora que ya no se irá jamás de tu vera. Cuando llegué a la habitación y lo vi en esa serenidad definitiva, sentí literalmente que todo el camino hecho me había llevado hasta el vacío. ¿Y ahora qué? ¿Quién soy desde este momento? Cuando pierdes a tu padre, se te rompe en mil pedazos la memoria. Descubres que ya sólo puedes aspirar a recuperarlo en ti ante los espejos que te pondrán tus hijos. Cuando entré en el cuarto, a pesar de mi destrozo interno por la llamada telefónica, me calmó su calma. Tenía el periódico abierto por una página con mi firma. Me templó saber que yo había estado con él en su agonía. Y vi pasar por ese trozo de papel todo lo que he perdido. He perdido la luz. Porque un padre es eso, el faro que proyecta tu sombra, la luna que te vigila los sueños. Es carne entre tu carne. Para mí, además, un padre es un tormento. Y quiero escribirlo sobre la misma página del periódico que se ha quedado abierta entre los dos para que nos aliviemos. Yo esperaba el momento, sabía que se acercaba, pero él me ha dado en esas circunstancias su última enseñanza: el conocimiento no aminora el dolor. Ahora, sin él, la distancia entre nosotros ya no tiene medida. Pero sí la tiene la nada en la que vago. Porque un padre es tu sustancia. Tu centro de gravedad. El día que pierdes a tu padre entras en una senda sin retorno. Yo ya no voy a poder escuchar a Tomás Pavón por seguiriya porque eso no es mío, es suyo. Él me lo dio. Ni podré pasar por el cuartel donde me enseñó a jugar con los carros de combate. Ni leeré más a Miguel Hernández, que estaba escondido en todos los versos que él plumeaba sobre servilletas de tabernas. ¿Cómo era aquello que tanto le conmovía?: «La sangre llueve siempre boca arriba, hacia el cielo». En este horizonte arrebolado, sangrado de nostalgia, las encinas del pueblo están recitando ese pasaje. Y hay eco en las canteras, en los viejos tajos de la niñez esclava, donde el granito se ha ablandado con el poema final de su amargura. Ya no regresaré a la Fuente Santa, el caño donde nació, para beber el agua de sus consejos. Ya no seré más yo. Seré otro. Cuando pierdes a tu padre empiezas a respirar con un pulmón menos. Te arrepientes de no haber ido más tiempo de su mano. Te buscas en otro lugar completamente nuevo en el que ya no hay nadie enseñándote a pedalear, en el que ya no está montando sigiloso el castillo de tu noche de Reyes, en el que ya no huele como huelen sus camisas, en el que le has puesto sordina a tu primera guitarra, en el que no puedes preguntar tus dudas al único del que te fías. Ese día, la vida se te pone de frente y te estrecha el pasillo por el que se llega a su lecho, donde él estaba plácidamente soñando con un cielo de sangre y de Dios cuando yo entré a conocer su paz, que ya será para siempre mi atajo hasta el dolor. Ayer, mientras la tierra nativa lo abrazaba para hacer brotar la nueva encina que han regado mis lágrimas, decidí escribir esto en una página que él ya no leerá. Y le robé un par de versos manuscritos que había dejado entre sus últimos papeles, su testamento: «Me iré sin haberte querido nunca /como nadie volverá más a quererte». Esparcí sus cenizas en su cuna, a la sombra del árbol donde tengo mi herencia, y ahora, con todo ya perdido, no sé exactamente a dónde ir, salvo a mis hijos.