La fugacidad

ABC
Pedro G. Cuartango

Suele decirse que la muerte es un misterio. Pero lo realmente misterioso es la vida. ¿Quiénes somos? ¿Por qué estamos aquí? ¿Qué queda de nosotros tras la muerte? Salvo que uno tenga una firme fe religiosa, estas preguntas no tienen respuesta. La única certeza que está presente a lo largo de nuestra existencia es la seguridad de la muerte. Como dice la liturgia católica que da comienzo a la Cuaresma, «polvo eres y en polvo te convertirás». Esa frase se me ha quedado grabada desde niño. El filósofo rumano Cioran escribe en sus Cuadernos: «Cuando hemos comprendido que nada tiene una realidad intrínseca, que nada existe, ya no necesitamos ser salvados: estamos salvados y somos desgraciados para siempre». La reflexión es clarividente porque la salvación reside en renunciar a toda esperanza tras asumir que la condición humana es frágil y perecedera, que nuestro destino está en manos del azar. En la medida que aceptamos que nada tiene una realidad intrínseca, que no poseemos una esencia, como señala Cioran, podemos hallar el consuelo de gozar de la belleza trágica y salvaje del mundo. No sé bien cómo expresar ese sentimiento que desborda la fuerza expresiva de las palabras, pero lo que quiero decir es que hay que prescindir del ego, de la vanidad, de la pura apariencia para conectar con ese flujo de la vida que nos arrastra a lo imprevisible. Es un error pensar en la existencia como algo estático porque, como apuntaba Heráclito, estamos hechos de tiempo. Nadie se baña dos veces en el mismo río. El tiempo es cambio, evolución perpetua, inestabilidad y caos. No hay orden en el Universo, hay destrucción creativa. Y nuestra vida es menos que un destello en el curso infinito del tiempo, al igual que nuestro sistema solar es un minúsculo y remoto lugar en un espacio formado por cientos de miles de millones de galaxias. La individualidad es un puro engaño porque todo lo que existe y lo que vemos es un momento del devenir eterno de la apariencia. No hace falta apelar a lo trascendente para darnos cuenta de nuestra infinita pequeñez y de la inutilidad de nuestros desvelos frente al poder de la nada. Pero ello no evita esa sensación de perplejidad ante la muerte y el infortunio que nos rodea. Todo conocimiento es fruto del sufrimiento. Nada se aprende si no es a través de la pérdida y la negación. La ciencia es un espejismo de la razón. Nos hace creernos invulnerables, pero nuestra salvación reside en aceptar la tiranía inexorable de la nada. Los científicos sostienen que estamos hechos del polvo de las estrellas, lo que no hace más que agudizar el absoluto misterio de la vida tan absurda como inexplicable. Nunca podremos comprender la dolorosa individualidad de los seres en un mundo regido por las implacables leyes de la física. Nada es. Y estas dos palabras son profundamente contradictorias y antagónicas porque la nada no existe por definición y el ser carece de esencia. Estamos perdidos en la playa infinita del tiempo.