La luz que tú no ves

La Vanguardia
Núria Escur

Las paradas de autobús a primera hora de la mañana no tienen desperdicio. En esos laboratorios de emociones a la altura de los psicólogos de cabecera –camareros, taxistas y peluqueros– viene resumida toda la naturaleza humana. A la mía llegaba un chaval con gafas, reloj inglés y cocacolas en la bolsa, síndrome de Down. Lloviera o granizara, mientras esperaba hablaba por móvil con la novia: “Cariño, ¡hace un día precioso! No te quedes en la cama, ¿eh?, prométeme que te levantas ya”. ¿Cómo podía ver un día tan hermoso donde el resto de los mortales –cenizos, claro– sólo veíamos una guerra de ¬paraguas y contaminación en los tubos de escape de las motos? Llegaba el bus. El chico, educado, daba los buenos días al conductor mientras el resto del rebaño subíamos somnolientos a regatear nuestros asientos con cara de cordero degollado. Era el único que sonreía...
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