Cita en la línea 14

ABC
Pedro G. Cuartango

Había salido el pasado sábado a andar por Madrid. Estaba cansado y empezaba a hacer calor. Eran casi las doce y media. Tenía ganas de volver a casa. Encaminé mis pasos a la parada de autobús de la línea 14 en el paseo de la Castellana, enfrente de Nuevos Ministerios. Había una mujer de unos 60 años sentada bajo la marquesina. Llevaba una cesta de junco y vestía una falda floreada hasta los tobillos. Estaba hablando por teléfono. Ocupé el espacio libre en el banco de la parada, apenas a un metro de la señora a la que no podía ver la cara en ese momento porque una larga melena rubia tapaba su rostro. No pude evitar escuchar la conversación en la que pronto me quedó claro que se trataba de una cita sexual. No pude oír lo que decía su interlocutor al otro lado de la línea del móvil, pero deduje que esa persona argumentaba que no podía garantizar el encuentro porque no disponía de suficientes datos de la mujer, que al parecer no estaba registrada entre los clientes de esa red de contactos. Ella hizo alusión a varias referencias y enfatizó que había facilitado su identidad sin duda alguna al respecto. Al darse cuenta de que yo podía estar oyendo el diálogo, la señora cortó, se alejó más de diez metros y volvió a marcar en su móvil. La conversación duró dos o tres minutos más. El autobús se detuvo en la parada, yo subí y ella hizo lo mismo, sentándose en la parte delantera. Cuando descendí en el paseo de La Habana, ella seguía sin moverse, con una expresión ausente. Solo durante una décima de segundo, nuestras miradas se cruzaron. No era agraciada físicamente y tenía un rictus de amargura en su boca. Eso es lo que más me impresionó: la tristeza que emanaba de esa mujer, desamparada en medio del tráfico y sola entre los millones de habitantes de una gran ciudad en una mañana cualquiera de sábado. Me la imaginé cruzando la puerta de su casa y derrumbándose en el sofá para llorar. Esta historia no va de sexo. Va de supervivencia. Va del aislamiento de las personas que viven solas en las ciudades y que la única comunicación que pueden conseguir es con el vecino de al lado o con el dueño de la panadería a la que acuden todos los días. De hombres o mujeres que quieren tener relaciones sexuales y sólo pueden recurrir a una agencia de citas. De gentes que se despiertan de madrugada y que miran las ventanas iluminadas en la oscuridad. Todos estamos solos, pero algunos más que otros. Y a éstos se les nota cuando bajan la guardia y su desesperación aflora de forma descarnada. Esa debilidad es un estigma en una sociedad donde todo el mundo finge ser feliz. Las grandes ciudades se están volviendo inhabitables porque, mientras alimentan el espejismo de la movilidad y el ascenso social, agudizan la soledad del ser humano. Lo vemos a diario en los parques y las calles de Madrid, aunque cerramos los ojos para protegernos de esas imágenes tan lacerantes.