El ejemplo de Xana

ABC
Alberto García Reyes

No existe la palabra. Cuando mueren tus padres, te quedas huérfano. Cuando muere tu amor, viudo. Pero, ¿cuál es la palabra que se puede aplicar a quien ha perdido un hijo? Ninguna. Miles de años después del origen del lenguaje, la humanidad continúa sin calificar en ningún idioma el dolor más devastador porque no ha conseguido sobreponerse a él. Los hijos son la obra más importante y perfecta de nuestras vidas. Son, mejor dicho, nuestras vidas. ¿Quién no estaría dispuesto a sacrificarse por ellos, a permutar su destino con el de un hijo sentenciado a muerte? ¿Quién tiene planes mejores que educarlos y protegerlos, que acaso es lo mismo, o que verlos crecer y volar? La cadena de la vida está diseñada para soportarlo casi todo, menos esto. ¿Qué hay más inhumano que una criatura agonizando? Probablemente, sus padres a los pies de la cama. Deshechos. Aferrados a la esperanza. Sin llorar. Porque esas penas no se lloran. No se pueden sacar de los adentros. Son penas óseas. Hay un fandango de un bohemio llamado Manuel el Carbonerillo que es un tratado psiquiátrico sobre el mayor dolor: «Pena grande que se llora / con las lágrimas se va. / La pena grande es la pena / que no se puede llorar: / ésa no se va, se queda». Es como aquella otra letra que hizo célebre Morente: «Mi pena es mu mala / porque es una pena / que yo no quisiera / que se me quitara». Nadie puede ni quiere superar la muerte de un hijo. Por eso ese trance no tiene nombre. Luis Enrique Martínez y Elena Cullel acaban de pasar por él. Han vivido cinco meses a los pies de la cama de su niña Xana fundiendo los hierros del cabecero y fingiendo una fuerza que no tenían. Y ahora velan su ausencia desnortados, preguntándose por qué, manteniéndose en pie sólo porque tienen otros dos hijos aún pequeños a los que atender y amar. Ahora tendrán que aprender a vivir de nuevo, de una manera distinta, porque un hijo duele más que uno mismo. Pero en este tiempo Xana nos ha enseñado a todos algunas cosas imprescindibles. Su padre ha sido su instrumento para obligarnos a reflexionar. Cuando a la chiquilla le diagnosticaron el osteosarcoma que ha acortado su vida súbita y atrozmente, Luis Enrique estaba en el lugar deseado por cualquier español. Sus éxitos como jugador y entrenador de fútbol, que le han permitido ofrecer a sus hijos una vida cómoda y sin angustias, llegaron a su cenit cuando fue nombrado seleccionador nacional a pesar de que el asturiano siempre ha tenido fama de desabrido y huraño, lo que a muchos llevó a pensar que no era una buena persona. Los prejuicios nos devoran. Porque a la hora de la verdad, cuando Xana cayó mala, su padre renunció a todo eso por lo que cualquiera sería capaz de todo. Abandonó la concentración en Malta para estar con su hija cada segundo. Y lo hizo sin sensiblerías. Se remitió a una fórmula sencilla: «Una causa de fuerza mayor». Pidió discreción y la logró, tal vez porque toda esa seriedad que se le había reprochado hasta entonces había sido su forma de sembrar respeto y profesionalidad. En el momento más duro de su vida, se fue con su familia y guardó silencio. La lección es colosal porque ha servido para confirmar que las apariencias engañan, que en una sociedad arrojada al morbo se puede mantener en secreto la intimidad de un personaje público principal y que cualquier patrimonio material es una fruslería si se compara con el amor verdadero. El tormento de Xana nos deja al menos ese ejemplo. Nos certifica que Luis Enrique es un señor. Y que la muerte de un hijo lo cambia todo. La muerte de un hijo no se explica con palabras, sólo se puede explicar con un grito despavorido como éste de Camarón en su catarsis: «Si tu mal no tiene cura, / yo le estoy pidiendo a Dios / que en la misma sepultura / nos entierren a los dos».