Lágrimas furtivas

ABC
Pedro G. Cuartango

He pasado unos días en Miranda de Ebro, mi pueblo natal, en un intento de huir de este calor inaguantable que hace en Madrid. Como sucede cada vez que vuelvo al lugar donde nací y transcurrió mi infancia, no puedo evitar la sensación de frustración que me produce la transformación de un paisaje urbano que apenas tiene nada que ver con el de mis recuerdos. Cuando tenía siete u ocho años, acostumbraba a ir con mis padres en verano a hacer meriendacena en la orilla del río, a sólo unos centenares de metros de mi casa. La hierba y la maleza invaden ahora el bosque de chopos donde nos sentábamos para comer una tortilla o unas latas de sardinas mientras el viento norte agitaba las hojas de los árboles al anochecer. Cuando paseo por el Ebro, que hoy tiene un camino asfaltado en paralelo a su curso, me viene a la memoria la imagen de mi madre, vestida de amarillo y con un pañuelo blanco en la cabeza, y de mi padre, refrescando una botella de vino en la corriente. Hay algo, sin embargo, que no ha cambiado: el tenue olor de las hojas de los chopos y de la humedad que desprende el río. En una de estas tardes melancólicas de julio, repetí el mismo itinerario de hace más de medio siglo y me detuve a mirar la fachada de ladrillo rojo de la vivienda donde transcurrió mi niñez. Al levantar la vista hacia lo alto, quedé sobrecogido: una anciana asomaba la cabeza por una ventana y contemplaba la calle. De repente, se puso a llorar, sacó un pañuelo y se limpió las lágrimas de la cara con un gesto delicado, casi púdico. Aquella mujer era la vecina que yo había tenido en esa casa, la que vivía en el mismo segundo piso que nosotros y la que veía salir a hacer la compra con un cesto de mimbre bajo el brazo. Su hija, que entonces tenía 15 años, me cuidaba cuando yo era pequeño. Y el hermano de mi niñera, que era recadero en el ambulatorio cercano, me enseñó a andar en bici. Casi seis décadas después, ella seguía allí, mirando por la ventana, como si el tiempo se hubiera eternizado, con el pelo blanco y llena de arrugas, pero milagrosamente viva a pesar de sus más de cien años cumplidos. Sentí el impulso de tocar el timbre y subir a dar un abrazo a la anciana, pero comprendí que era absurdo porque, con toda probabilidad, ella ya no se acordaría de mí ni tampoco de mi familia, ni de cuando me dejaba la bici de su hijo para dar una vuelta por la manzana. Seguí observándola durante dos o tres minutos, sin que se diera cuenta. Y me pregunté qué habría sido de su marido y de sus descendientes, con los que yo había pasado tan buenos momentos. Tal vez estaba llorando por alguno de ellos. Pocas veces he sentido como durante esa insólita visión el transcurso implacable del tiempo y la tristeza por un pasado que se aleja como un espejismo cuando intentamos atrapar esos recuerdos que parecen tan engañosamente presentes y cercanos, como aquellas tardes de verano en las que mis padres eran jóvenes y teníamos toda la vida por delante.