Cincuenta

La Vanguardia
Pilar Rahola

El señor que acompaña mis pasos por la vida cumple hoy cincuenta años. Es una de esas cifras redondas que lucen en el calendario vital, como si fueran hitos en el camino. Es cierto que todo cumpleaños no es otra cosa que una simple convención, porque cada día se cumple un día más, de algo, pero ¡qué triste civilización sería la nuestra sin el acomodo de las convenciones! Además, personalmente milito en la idea de que cualquier excusa es buena para juntar a la gente querida y darnos unos cariños, y no hay motivo más lindo que celebrar el día en que nacimos. Así que mi colega llega a los cincuenta años, casi la mitad de los cuales juntos, media vida que es toda una vida, y es la vida entera en nuestro pequeño mundo. De golpe empiezan los recuerdos, se amontonan las vivencias y esa cosa pegajosa, pero linda, que es la nostalgia nos envuelve con ternura y nos da un momento nuestro, que no es de nadie. Pienso en la complicidad, ese barro sólido con el que cimentamos la convivencia, y me siento un poco orgullosa de lo que hemos construido, porque así lo hemos construido, pasito a pasito, verdad a verdad, reconstruyendo cada trocito de camino que se había degradado. No es fácil vivir con el otro sin ser el otro, pero el amor es justamente eso, un aprendizaje del otro, poquito a poquito, día a día. Por supuesto, en todas estas décadas de vida compartida, hemos acumulado días tensos, momentos agrios, enfados severos y alguna oscuridad momentánea, pero nada, nunca, ha sido más importante que los días alegres, los momentos dulces, las reconciliaciones amorosas y la mucha luz que hemos puesto cuando nos habíamos puesto en negro. Y ahora que observo sus magníficos cincuenta años, más gordo, más gruñón y siempre calvo, ¡me alegro tanto de haber compartido ese camino que es el suyo y que es nuestro! ¡Qué tipo divertido, qué gente buena! Me gustaría decirle que le quiero, y que no sonara a mucho sabido, a tanto repetido. Es cierto que nos lo decimos a menudo, y eso no debe estar nada mal, pero hay momentos en que desearía no haberlo dicho nunca, para que, al expresarlo, la costumbre no hubiera dejado mugre. Limpiarlo de mácula para renovar las emociones, quizás para reinventar el amor. Pero la costumbre de decirnos que nos amamos tampoco está nada mal, y ahora que lo pienso, quizás lo importante no es la palabra, sino el hecho de pro¬nunciarla. Pues eso, sí, querido grandullón, que te quiero. Felicidades por tus cincuenta y no te asustes. Los clásicos aseguraban que siempre llegamos niños a cada edad, o sea, que a crecer, que tienes una nueva década por estrenar. Además está lo de la edad del corazón, que, aunque no se acomode con los kilos y el colesterol, siempre es útil para la autoestima. Pues nada, Roberto, sólo decirte que aquí estoy, a tu lado, que es mi lado desde hace mucho. Gracias por estar y por llenar de sentido el camino compartido.