Nana de la agonía

ABC
Alberto García Reyes

Cuánto miedo a la muerte y al final, cuando llega, pasa rauda y salvaje. En este pasillo del hospital por el que trato de llegar hasta la versión más abusiva de ella huele a plastilina. Las cabezas rapadas a medio metro de altura abocetan un paisaje acerbo. La vista escuece. Pesan los pies. Las dudas, que siempre son oportunistas, se engríen. He entrado con la intención de ayudar y estoy pidiendo auxilio. Ahí fuera, en cualquier calle, en cualquier rutina, el sintonizador de la vida nos busca problemas asequibles, contratiempos de ocasión, gangas de insomnios. Politiqueos baratos que disfrazamos de cataclismos. Pero aquí dentro el dial pierde todos los canales dedicados a estas hecatombes cotidianas y sólo se escucha de fondo el ruido de la fiebre acre, esa interferencia que no da jaqueca, sino dolor de esperanza. Cada mirada de cualquiera de esos niños me excoria el alma, me arranca la fe a jirones. Me hago preguntas caóticas mientras procuro simular sonrisas inútiles. Entre las pocas cosas que han tenido tiempo de aprender, una de ellas es que la simpatía forzada es un acto de soberbia. Al despreciar mis carantoñas están denunciando mi arrogancia. Esos chiquillos no necesitan la conmiseración de un voluntario que quiere lavarse la conciencia con sus pañuelos. Necesitan gente que les ayude a asumir su destino. Ellos no piden cenas benéficas con música para recaudar fondos. Reclaman oídos que colecten sus ayes. Están hartos de ver entrar por ese pasillo a personas que quieren curarse sus remordimientos, falsos salvadores que sólo acuden a ese drama para salvarse, no para salvar.

Al fondo, junto a su madre, que tiene ese techo por cielo desde que ella nació, una niña famélica agoniza. Tiene seis años. Dura ya casi dos más de lo esperado. El cáncer ha concomido su futuro. Ha evaporado sus incisivos ojos verdes, sus dientes de leche, sus manos inocentes. Ese dolor del demonio que habita en sus tuétanos desde que ella se conoce ha difuminado incluso su muerte. Todas mis incertidumbres se agigantan ante ese duelo anticipado en el que ninguna de las dos puede ya ni llorar. Lo han perdido todo, hasta las lágrimas, que a mí se me agolpan en las palmas de mis manos mientras intento taponar la hemorragia de escepticismo que me está dejando vacío por los párpados, porque estoy deseando una muerte, y que me ha traído corriendo hasta este rincón de papel en el que suelo hablar de nimiedades. Me equivoqué. Yo allí no pintaba nada. Donde yo puedo ayudarles es aquí, en esta frágil columna sin adornos que sostiene mis creencias. Aquí puedo exclamar, por si hay alguien al otro lado de mis palabras, que esos niños a los que les duele la esperanza, esos ángeles que dormitan en su hospital más cercano nos aturden con un interrogante decisivo. ¿Por qué? Por si sirve de ayuda, me respondo con esta nana de la agonía que tarareo al pie de una cama: porque algunas personas, las mejores sin duda, aman más rápido que otras.

Gracias por la lección y duérmete ya, preciosa. Descansa, que ahora empieza todo.