Semana Santa

La Vanguardia
Pilar Rahola

Cada año, por estas fechas, acostumbro a reflexionar sobre la espiritualidad y la trascendencia religiosa, y no lo hago por inspiración divina (escasa en mi caso) o por costumbre arraigada, aunque en mi familia se guardan con mimo las tradiciones. No, más bien derivo hacia ese cariz reflexivo por un profundo respeto hacia la cultura religiosa que nos ha definido en la historia cultural y socialmente. Pero, antes de que alguien frunza el ceño y nos recuerde las maldades de la Iglesia, sus abusos de poder y sus cruzadas –efecto Pavlov automático cuando se levantan palabras amables hacia el catolicismo–, me pongo la vacuna: una cosa es el poder y sus de¬rivadas, mezcladas con las creencias religiosas, y otra muy distinta, la luminosidad que la fe otorga a los creyentes y que a menudo deriva en una obra social ingente. En algún momento esta sociedad de la corrección política, que ha desarrollado un relato central abiertamente cristianófobo, deberá reflexionar sobre esta cuestión. Porque, aunque seamos un sistema social nacido al albur de la Ilustración, construido sobre el pilar de la razón y la separación entre los dioses y las leyes, no podemos caer en la arrogancia de despreciar el valor social de las creencias religiosas. No es la primera vez que desarrollo este concepto y reconozco que los años que he dedicado a escribir mi libro S.O.S. cristianos me han reforzado en la convicción de que razón y fe se necesitan mutuamente. El error fue creer que una excluía a la otra, y que las sociedades sólo podían pivotar en la primera. Pero cuando ser copto en un pueblecito del Alto Egipto o ser caldeo en un lugar remoto del Kurdistán iraquí, o serlo en las periferias de una gran urbe paquistaní, o católico filipino limpiando los suelos de los palacios de los emires sunitas, cuando serlo representa una ardua lucha entre la tolerancia y la intolerancia, entre el derecho de creencia y la represión, entre el valor de la fe y el poder de la violencia, entonces hablamos de un testimonio social de primera categoría. He aprendido con el tiempo –y ha sido un proceso intelectual inesperado– que la aventura espiritual honesta que muchas personas recorren ilumina a nuestra sociedad tanto como lo hacen los valores éticos. Ambos pueden ser caminos seguros hacia un mundo mejor, y, sobre todo, ambos se necesitan. Seamos sinceros, los defensores de la razón pura llegamos a creer que el pensamiento racional podía explicarlo todo. Y con la explicación, venía la solución. Pero lo cierto es que el mundo continúa hecho unos trapos, que no tenemos respuestas para las preguntas más lacerantes y que las soluciones brillan por ausencia. Quizás deberíamos dejar un hueco para ese extraño concepto llamado fe, difícil de racionalizar, pero capaz de iluminar a muchas personas. Al fin y al cabo, lo dijo san Agustín: “Todo el que cree, piensa. Porque la fe, si lo que cree no se piensa, es nula”.