¿Una santa?

ABC
José María Carrascal

La santidad se alcanza amando incluso a quienes nos hacen daño, lo que roza lo divino. Ortega la describe en una de sus más felices metáforas; «Jesús, como hombre de Galilea, sintió el impulso de devolver la bofetada que había recibido -estoy citando de memoria-. Pero como además era Dios, no la devolvió y puso la otra mejilla. Creando con ello una de las formas superiores de la cultura: el espíritu de sacrificio». Por eso es tan difícil y hay tan pocos santos. O tal vez sea que no los vemos, fascinados por la civilización kitsch que nos rodea. Patricia Ramírez, la madre de Gabriel, el niño que acaban de arrebatarle, cumple con esa condición quasi divina, la más próxima a Dios padre, que nos perdona pese a ofenderle tanto. No hay amor como el de una madre. Todos los demás, el de la pareja, el de los hermanos, el de los amigos íntimos, llevan un componente mayor o menor de egoísmo, de afán de posesión, de «querer que nos quieran». Sólo el amor de una madre es puro y limpio: lo da todo, sin pedir nada. Pero esta mujer de pueblo, sencilla, humilde, con la que la desgracia se ha ensañado, primero, al abandonarla su marido por alguien que no califico para no mancharla a ella, a la que luego arrebatan su hijo de la forma más feroz, trasciende incluso el amor de madre, y en vez de unirse al furor que desata un crimen propio de las fieras más viles y feroces, lo que pide es que no se descargue la rabia que provoca sobre la supuesta perpetradora, compasión, piedad para ella, olvidar todos los impulsos negativos, los peores instintos, incluso los más normales. Cuesta aceptarlo, cuesta incluso creerlo. ¿Es esto la santidad, la forma superior de la bondad, como el infanticidio, el escalón inferior de la maldad?...
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