La fugacidad de la vida

ABC
Mª Pau Domínguez

Es un viernes. Aunque podría ser cualquier otro día de la semana. Pero el caso es que es viernes. El trasiego habitual del final de la semana en las grandes ciudades se complica por el anuncio de un fuerte temporal que puede colapsar el país. Por la mañana hablas con tu amigo del alma y a mediodía alguien te llama para comunicarte que ha fallecido de manera repentina. El tiempo se detiene y cae sobre el ánimo como la losa de una sepultura. De repente, sin entender cómo ha sido el transcurrir de las horas, ya es domingo y comienza a nevar temprano. El sonido de la tierra sobre la madera del féretro y el color de las flores que se funden con ella en la caída, conforman el adiós irreversible mientras la nieve cubre de blanco los recuerdos. Todo sucede con demasiada rapidez. «Nadie aprecia el tiempo, hacen uso de él con laxitud, como si fuese gratuito», escribió Lucio Anneo Séneca. El tiempo es lo que sentimos que nos falta cuando fallece un amigo prematura y abruptamente, sin enfermedades ni avisos. Es entonces cuando nos asalta la conciencia de que nos quedó tanto por decirle… Pero aunque no fuera así siempre lo creeremos porque con la diferencia de tan sólo un instante ya nos está faltando tiempo; por ello hemos de aprender, un día tras otro, que jamás deberíamos negarnos a nosotros mismos la posibilidad de perder el tiempo expresando todo aquello que sentimos, por fútil que nos parezca o frágil lo que lo sustenta, en ese tiempo que le ganamos a la ausencia. Exactamente como hacía mi amigo con cada amanecer, sin excepción, aunque eso es ser una rara avis. Séneca estaba convencido de que «el que dirige cada día como si fuese el último, ni suspira por el mañana, ni lo teme»...
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