Un Papa anticlerical

ABC
José Francisco Serrano

El viaje del Papa a Chile y Perú será recordado, también, como el viaje de los discursos. Suponemos, con demasiada frecuencia, que somos capaces de acertar lo que va a decir el Papa, que conocemos sus temas, y también sus olvidos. Sin embargo, Francisco siempre nos sorprende. Y no solo por los gestos. En Chile ha tenido dos intervenciones de largo alcance. Textos que trascienden la realidad local. El primero, dirigido a los sacerdotes, religiosos, consagrados y seminaristas. El segundo, a los obispos. Si no fuera irreverente, diría que el Papa se ha soltado el pelo y se ha convertido en el primer anti-clerical del Vaticano.
El punto de partida es claro: están naciendo «diversas formas culturales que no se ajustan a los márgenes conocidos». Un tiempo que necesita una nueva respuesta de los cristianos. Por ejemplo, ante el fenómeno de orfandad, de parecer que no pertenecemos a nadie. O ante la tentación de «recluirnos y aislarnos para defender nuestros planteamientos que terminan siendo no más que buenos monólogos». Ambas situaciones alimentan uno de los peligros más demoledores para que la Iglesia sea trasparencia de Evangelio, el clericalismo.
El clericalismo es una de las principales atrofias de la Iglesia, en América Latina y en España. Bebe de muchas fuentes y es una rémora para la reforma. Un virus de amplio espectro, que abarca desde los que, incluso, utilizan al Papa, sus palabras y su espíritu, para seguir instalados en los juegos de poder, y en la galería de los personalismos, hasta los que opinan que hay que replegarse y convertir a la Iglesia en bastión de una tradición petrificada. El clericalismo convierte a la iglesia en una red burocrática compleja de mando y entramado, una estructura de poder en vez de servicio. Ahí están los que piensan que la responsabilidad solo es de los obispos y de los curas y que la libertad comienza cuando acaban sus dictados. Sobre este punto, con tono profético, el Papa Francisco lo dejó claro: «Los laicos no son nuestros peones, ni nuestros empleados. No tienen que repetir como “loros” lo que le decimos».