Volver a Azorín

El Mundo
Ignacio García de Leániz

Ante el castillo abulense, vemos el mirar ensoñado de nuestro autor, los ojos como en duermevela a pesar de la luz del mediodía castellano o tal vez por ella. Zuloaga ha captado aquí como nadie el mirar azoriniano. Y es proeza máxima de Azorín habernos enseñado, nada menos, a mirar, a "prestar atención", algo que estamos perdiendo a raudales y que da cuenta de nuestros empobrecimientos y declive de nuestras prosas. Mas por habernos enseñado a mirar, Azorín nos ha enseñado, de paso, a escribir. Nadie como él, después de Cervantes, ha influido tanto en el estilo de los escritores hispanos. Su buen amigo Marañón afirmaba sin ambages que la historia de la literatura española se dividía en cuatro partes: "Antes de Cervantes y después de Cervantes, y antes de Azorín y después de Azorín". ¿Y qué es escribir para nuestro escritor? No otra cosa que transliterar lo mirado cordialmente. Tan fácil y difícil. De ahí que no le hiciera falta escribir poesía -el único género que no cultivó- porque su prosa era toda ella poética, como confesó a un periodista. También en su novela reverbera su prosa lírica, como vemos en esa joya de estructura cinematográfica que es Doña Inés y que encierra tanta perfección psicológica sobre lo que sea lo femenino. Nadie ha mirado hasta hora como él la muda realidad y el secreto de las pequeñas cosas aparentes en derredor nuestro. No hay objeto humilde o persona modesta que no sea un punto de reverberación de su mirada luminosa y que se incorpore por derecho propio a su gran obra lírica. Esa es la delicadeza azoriniana. Por eso Ortega, en el homenaje en Aranjuez que le organiza en 1913 -banquete supremo del siglo de plata español- titula su panegírico así: Azorín o primores de lo vulgar. Repase, si no, el lector su memorable discurso de ingreso en la Real Academia Española en 1928, en el que se atreve a rememorar una jornada de la España del XVI, que lleva por título Una hora de España.