Fraternidad inesperada

La Vanguardia
Antoni Puigverd

Salía el otro día de una reunión con el corazón reconfortado aunque melancólico. La conversación había sido amena y provechosa. Mi interlocutor es un hombre prudente y sabio, que abandonó años atrás la escena política, donde destacó como fabricante de pactos. Habíamos conversado sobre la tensión de los extremos que domina las relaciones entre la política catalana y española y nos conjuramos una vez más para fomentar el diálogo, a pesar de la devaluación que ha sufrido, entre nosotros, esa palabra. Y es que el diálogo no es posible, por supuesto, si el otro no te reconoce; pero tampoco es posible el diálogo si tú ya no quieres reconocer al otro tal como es y pretendes que sólo sea lo que tu crees que es y que actúe como tu quieres que actúe.

La conversación me dejó melancólico porque el ánimo reflexivo de mi interlocutor es, en nuestra vida pública, una auténtica rareza. Lo pudimos constatar una vez más en la sesión de investidura de Rajoy: la retórica tremendista domina el ambiente, la escalada de reproches no toca techo, la lógica del insulto preside las relaciones políticas y la negación del otro se ha convertido en el valor más aplaudido.

Discurría de este modo, caminando por l’Esquerra de l’Eixample en dirección a la estación de Sants. Me quedaban dos horas libres antes de que saliera mi tren. Contaba sentarme en un café y avanzar en la lec­tura de La cultura de la conversación (Siruela), un formidable ensayo de Benedetta Craveri que el día 28 de este mes participará en las conversaciones de La Pedrera. Entre los siglos XVI y XVII, gracias a la inteligencia de unas mujeres aristócratas, la condición femenina, tan subordinada, se convierte en el fermento de la civilización moderna: contribuye a modernizar el francés, que se adaptará a la elegancia de las conversaciones de los salones, y desplegará una manera nueva de relacionarse que, más que el poder, valora el deseo de superarse, de sorprender y de gustar; y premia la voluntad de reconocer, comprender y respetar al otro.

En el cruce de Rocafort con Tarradellas, me llamó la atención un cartel pegado en los cristales de una tienda: “Ninguna persona mayor sola en nuestro barrio”, decía. Me acerqué para leerlo y, mientras lo hacía, alguien me golpeó suavemente la espalda. Era un hombre de unos setenta años: “¿Le interesa?”. Me ha intrigado, respondí. “¡Soy yo quien ha pegado el cartel! Me llamo Víctor Manuel y soy voluntario”. Me explicó que formaba parte de la red Eixgran, dedicada a procurar que los ancianos no estén solos y que no les falte de nada. Se explicaba con gran simpatía. Yo tenía tiempo y él ganas de hablar, así que me dispuse a escucharlo. “La crisis –dijo– no sólo ha afectado a la gente que siempre las ha pasado canutas, también ha dañado a personas de origen burgués que lo han perdido todo y que, por edad, ya no están en condiciones de recuperarse. El problema es que, al no estar acostumbrados a pedir, muchos ancianos pasan las privaciones en silencio”. Los servicios sociales podrían ayudarles, pero muchos de ellos se sentirían humillados y no se atreven a solicitarlos. Por ello, en torno a las parroquias del Pilar y Sant Eugeni Papa, se creó la asociación Emaús que, con la ayuda de los Rotary, los centros sociales del barrio y de los Amics de la Gent Gran, conectan con los ancianos solitarios de l’Esquerra de l’Eixample. Han montado “El meu menjador social” que tiene una doble aspiración: alimentar y socializar.

“Cuando tiras del hilo de los problemas, siempre aparecen otros”, continuaba Víctor. “Problemas de vivienda, de higiene, de salud. ¡Acompáñeme!”. Tenía tiempo y lo hice. En un despachito de la parroquia de Sant Eugeni, la doctora Rosa M. Servent me explicó cómo afrontaban los retos económicos y organizativos de Emaús. Después, entré en el comedor, en el que dos voluntarias ponían la mesa. Una de ellas había sido catedrática de farmacia; la otra, ama de casa. Un ruso risueño y una chica muy divertida faenaban en el almacén. El comedor es sencillo, limpio y luminoso. “Después de comer, hacemos unas so­bremesas sensacionales!”, dijo Víctor Manuel sin dejar de bromear con la catedrá­tica. A la comida, asisten ancianos y familias con niños, pobres de solem­nidad y gente solitaria, abuelos que no ven nunca a los nietos. Emaús, con la colaboración de muchos donantes, complementa la acción de los servicios sociales. Peluquería, odontología, limpieza del hogar. “Si tienen que salir del piso para comer –me decía la doctora Servent– los ancianos se arreglan y vuelve a socializarse. Es socializándose que recuperan la dignidad”. Al despedirse, Víctor Manuel me dijo: “Lo importante no es lo que damos, sino la alegría que recibimos”.

Corriendo hacia la estación, pensaba en este extraño país: mientras nuestros po­líticos cada día son más partidarios de convertir la vida pública en un ring de boxeo, el grueso de nuestra sociedad es más acogedor de lo que parece. “Allí donde está el bien está mi patria”, me dije, evocando a los clásicos. No es la patria de los gritos, la que ganará el futuro, sino la de la fraternidad.