Teresa, la pequeña esposa

La Razón
Cristina López Schlichting

La casa de Bose Road en Calcuta me recordaba un destartalado cortijo manchego. Cuatro altos muros blancos alrededor de un amplio patio, en medio de una ciudad que es un caos de ruidos, tráfico, calor, color, olores. Me perdí en el cercano dédalo de calles y topé niños sucios, enseres rotos, porquería. En una manifestación multitudinaria unos hombres me tocaron como fieras. Alguien me rajó el bolso con una cuchilla de afeitar para sacarme el monedero sin que me diese cuenta. Un horror. ¿Qué llevó a una europea de clase media, criada con los jesuitas, a lanzarse de cabeza en medio de semejante miseria? Algo muy gordo debió pasarle a Madre Teresa en el tren de Darjeeling cuando decidió dejar la orden de las irlandesas, en la que enseñaba cómodamente a niñas pudientes, para hacerse pobre entre los pobres. Ella lo explicaba diciendo que una Voz le dijo que “Tenía sed”. Sed de ella. Sed del amor de los hombres. Y le pedía que lo dejase todo para llevarlo a Él hasta los hombres, a sus pobres casas, a los agujeros y chabolas. Cristo quería convertirla en Sus manos y pies y, a la vez, recibirla convirtiéndose en los cuerpos de los pobres que ella lavaría y acariciaría. Empezó entonces una locura de amor entre ambos que la gente percibió como una intensa alegría. Madre Teresa estaba alegre. Un misterio que hizo que personas tristes del mundo entero la buscasen con interés. Diana de Gales, por ejemplo, que se convirtió casi en una especie de hija adoptiva de la monja. Ella, princesa de las masas, se sentía abandonada y buscaba el amor de la monja, que aparentemente era miserable. Paradojas. Veinte años después de su muerte, las 1000 monjas de Teresa de Calcuta se han convertido en 5000 y la nueva superiora, la madre Prema, alemana, lo explica así: “La gente viene a Calcuta porque se siente fuerte y quiere cambiar esta ciudad. Pero, después de un tiempo, es Calcuta la que les cambia a ellos”. Madre Teresa murió poco después que Lady Di y aquello fue una locura periodística. Yo acudí a Calcuta a los funerales y estaba indignada de que la portada de los diarios fuese para Diana de Gales y no para la religiosa de los pobres. Me parecía indigno que una mujer que corría tras los brazos de sus amantes fuese más importante que una santa. Pero un gran amigo de Teresa, Joseph Langford, fundador de la rama masculina de la orden, me cogió del brazo en un jardín y tuvo la caridad de decirme: “Usted no entiende nada. Usted es como Lady Di, el mundo es como Lady Di. Buscamos desesperadamente la felicidad. Por eso Madre Teresa amó y acogió a Diana”. Gracias a Langford aprendí a no juzgar, él me puso en mi sitio. Y gracias a él, delante del cadáver de Madre, supe que en Calcuta las apariencias engañan. Que Teresa no era una filántropa, era una amante de Jesús, su “pequeña esposa”.