Cuando se borra el recuerdo de Dios

La Vanguardia
Antoni Puigverd

En Catalunya, el recuerdo del Dios de los cristianos se evapora. El cordón umbilical que lo vinculaba a las nuevas generaciones ha sido seccionado. Algo parecido ocurre en los Países Bajos (donde, por cierto, Alá está ya más presente que Jesucristo). Sucede en toda Europa, incluso en Italia. Ciertamente, son muchas las comunidades que viven intensamente o rutinariamente su fe. La tradición todavía tiene visibilidad, especialmente en fechas señaladas; y es notable el peso social de la Iglesia en entornos de necesidad: enfermos, ancianos, inmigrantes, excluidos. Pero en los momentos de fiesta y alegría, en los nacimientos y bodas, el retroceso es colosal.

Mientras la descristianización avanzaba al galope, la Iglesia se ha ido encastillando en la tradición, donde va quedando aislada. Los grandes transmisores de mitos y valores son televisión e internet, profetas de la cultura del ocio. Las catedrales del consumo congregan las masas ávidas. Nada concite tanto fervor como la gran liturgia del fútbol. ¿Tiene algo que hacer el cristianismo en una sociedad que diviniza el placer y que es alérgica a conceptos como verdad, lealtad y compromiso? ¿Como comunicarse con ella? ¿Con las tremendistas prédicas morales de algunos obispos españoles?

Están de moda las teorías ocultistas, la meditación, la literatura de autoayuda… ¿A qué responden? Al vacío contemporáneo. Un vacío que la iglesia no llenará mientras esté obsesionada en recuperar el poder perdido. A la Iglesia, la insultan; y eso duele. Pero no puede olvidar que sólo insultada comparte el viacrucis. Perdido el poder mundano, la iglesia está en condiciones de ser una minoría creativa, como quería Benedicto XVI.

Un minoritario creativo fue Ramon Llull. Se describía como “ lo foll”. Loco por Dios. Al estilo de San Pablo. Ambos eran animadores de comunidades de fe. La iglesia quizás necesite recuperar el camino paulino: hablar con voz enamorada; sin poder. El ejemplo de Llull es claroscuro: hijo de su tiempo, era partidario de las cruzadas. Pero muchos otros aspectos de su personalidad pueden interpelar a los cristianos de hoy. Empezando por su conversión después de una vida mundana y disoluta. También la Iglesia podría recomenzar si reconociera sin ambages sus pecados mundanos.

Víctima del exilio, la represión y las matanzas, la izquierda resuelve los pleitos pendientes de la guerra civil y del franquismo a la manera de la iglesia: santificando a sus mártires. La iglesia del crucificado todavía ignora el perdón y el arrepentimiento por de las propias culpas (nacional catolicismo). Si ella, en España, no abandera la culpa, el perdón y el reconocimiento del otro ¿quién lo hará?

Llull en el siglo XIII se puso a estudiar lenguas para poder razonar el evangelio a los extraños. Quizás antes de predicar al mundo conviene entender el lenguaje del mundo. ¿Tiene sentido convertir en señal de identidad de la iglesia lo que pertenece a mentalidades de otras épocas (verbigracia: el tradicionalismo anterior a la revolución francesa, que la iglesia abanderó hasta el Vaticano II y que ha resurgido como refugio en la postmodernidad)? Si el núcleo de la fe cristiana es el amor ilimitado, por qué confundir fe y moral?

Sin nostalgia del poder, reagrupada en torno al amor evangélico, la iglesia podría proponer a los desconcertados de hoy una espiritualidad genuina. Y podría cuestionar las seguridades del mundo de hoy desde una visión desnuda y trascendente de la existencia. Es lo que el Francisco describe como “hospital de campaña”. Para cuidar a los pobres de bolsillo, por supuesto, pero sobre todo para rehabilitar a los pobres de corazón, a los enfermos de sentido y a los adictos a la sensualidad, que son muchísimos más.

La personalidad de Llull y la de su personaje Blanquerna coinciden con la de Bergoglio. Para Llull, la fe no es una ideología, sino una forma de vida radicalmente exigente, desprendida y, por encima de todo, espiritual. La fe no es una posición moral, sino un ideal de vida. Un ideal que cristaliza en la vivencia mística, es decir, en la comunión. Cuando Blanquerna, consigue culminar la reforma de la cristiandad después de haber reformado los monasterios, las diócesis, la iglesia y la sociedad, se retira del mundo. Abandona la pretensión imperar sobre los demás (pretensión de las ideologías) para dedicarse a lo que de verdad anhela: la comunión con el amado.