Derechos tradicionales y valores fundamentales

Julián Carrón

Estimado director,
después de meses de discusiones en torno a las uniones civiles, el proyecto de ley Cirinnà llega al Parlamento, desencadenando una nueva manifestación en la calle, o mejor dos, una a favor y otra en contra. Los que sostienen el proyecto reclaman el reconocimiento de los nuevos derechos; quienes se oponen a él lo hacen para defender derechos tradicionales.
¿Cuál es la causa de la dureza del enfrentamiento que se está produciendo? Una parte de la opinión pública reivindica estos nuevos derechos como una conquista de civilización, otra los considera como un atentado a los valores fundamentales de la civilización occidental. Por eso en torno a ellos se producen fracturas sociales y conflictos políticos que parecen incurables. ¿Por qué tanta fascinación y tanta aversión?
Preguntémonos cuál es el origen de los llamados nuevos derechos. Cada uno de ellos se inspira, en última instancia, en exigencias profundamente humanas: la necesidad de amar y ser amado, el deseo de ser padre y madre, el miedo al sufrimiento y a la muerte, la búsqueda de la propia identidad. Este es el porqué de su atractivo y de su multiplicación, con la secreta esperanza de que el orden jurídico pueda resolver el drama de la vida y garantice «por ley» una satisfacción de las necesidades infinitas propias de cada corazón.
La propuesta Cirinnà nace dentro de este contexto, como un intento de responder al deseo de un cumplimiento afectivo entre personas del mismo sexo que se unen entre ellas, configurando nuevas formaciones sociales y reclamando su reconocimiento. Con el debido respeto al debate jurídico, me apremia subrayar aquí que lo que está en el centro de este debate es el hombre y su realización. Detrás de toda tentativa humana hay un grito de cumplimiento. Pero esta tentativa, por muy sincera que sea, ¿es capaz de responder?
La cultura contemporánea de la que formamos parte no siempre mira las necesidades profundas del yo captando el alcance de las exigencias humanas que lo constituyen; y por ello, ofrece con frecuencia respuestas parciales y por tanto inadecuadas. Pero el deseo humano, ¿se deja comprimir de verdad tan fácilmente? Como nos ha enseñado Pavese, «lo que un hombre busca en los placeres es un infinito, y nadie renunciaría nunca a la esperanza de conseguir esta infinitud». La gota no conseguirá nunca llenar el vaso de la vida. Un ejemplo de esto es el testimonio –con el que me he topado recientemente– de un homosexual que trabaja en el mundo de la moda, que tiene un buen trabajo y una relación con un compañero. A un matrimonio que acaba de conocer por casualidad le confía que no es feliz, y les dice: «Es como si me faltase algo, como si viviera partiendo de una reacción de defensa. Y eso me hace estar inquieto»
Inquieto, como todos. Todos tendemos continuamente a reducir nuestro deseo a una imagen creada por nosotros, porque pensamos de ese modo que tenemos la solución al alcance de la mano. Pero el hombre real no se conformará nunca. Más aún, el precio a pagar es muy alto: ahogarse detrás de los barrotes de la prisión que se ha construido. ¿Acaso puede la aprobación de una ley sanar la insatisfacción? Muchos creen que sí. Esto explica la lucha feroz por aprobarla. Por otra parte, quienes consideran que esto mina las bases de la sociedad se oponen frecuentemente con la misma ferocidad, sin que su postura constituya un desafío, es más, alimentando la posición que combaten.
«¿Quién nos librará de esta situación mortal?», se preguntaba ya san Pablo. Solo un encuentro vivo que exalte la humanidad del hombre y le devuelva su horizonte original podrá liberarle de la dictadura de sus deseos reducidos, haciendo nacer en él el deseo de otra forma de vida; solo un encuentro así puede constituir una respuesta que sea adecuada a las reducciones que vemos y respetuosa con la libertad de los demás. Como la relación de amistad que ese matrimonio ha ofrecido a su amigo homosexual, que le ha llevado a decir: «Sería hermoso vivir el trabajo y las relaciones como las vivís tu mujer y tú. Sois especiales en un mundo normal. Es precioso hablar con vosotros». Y luego ha preguntado: «¿Cómo hacéis para vivir así?».
Es un testimonio de aquello a lo que don Giussani nos reclamaba siempre: «En una sociedad como esta no se puede crear algo nuevo si no es con la vida: no hay estructura ni organización o iniciativa que se sostengan. Solamente una vida nueva y diferente puede revolucionar estructuras, iniciativas, relaciones, todo». La misma vida que desafió la sed de la mujer de Samaria, una sed que sus cinco maridos no habían conseguido satisfacer.
¿No es quizá esto lo que todos esperan de nosotros, cristianos? «Lo que falta no es tanto la repetición verbal del anuncio. El hombre de hoy espera, quizá inconscientemente, la experiencia del encuentro con personas para las cuales el hecho de Cristo es una realidad tan presente que cambia su vida. Lo que puede sacudir al hombre de hoy es un impacto humano: un acontecimiento que sea eco del acontecimiento inicial. Como cuando Jesús levantó la vista y dijo: “Zaqueo, baja enseguida, voy a tu casa”» (don Giussani). Aquí se nos indica el método mediante el cual ha sucedido siempre el cristianismo y mediante el cual vuelve a suceder. En otras palabras, Cristo no es un adorno para una solución que hay que buscar en otro sitio, sino la clave misma de la solución. Solo Cristo, como acontecimiento presente en la vida de las personas, es capaz de liberar al hombre de su reducción y hacerle desear y experimentar esa plenitud para la que está hecho. «Sería hermoso vivir el trabajo y las relaciones como las vivís tu mujer y tú». Sin una experiencia de liberación así, cualquier respuesta llamada «concreta» será siempre insuficiente. Cada uno de nosotros tiene una prueba directa de ello en su vida.
¿Cuál es, por tanto, la verdadera contribución que cada uno de nosotros, cristianos, está llamado a ofrecer al debate actual, dentro de la fidelidad a la tradición de la Iglesia y a sus enseñanzas, que no están en discusión? «Nosotros sabemos que la mejor respuesta a la situación de conflicto del ser humano del célebre homo homini lupus de Thomas Hobbes es el “Ecce homo” de Jesús que no recrimina, sino que acoge y, pagando personalmente, salva». Esta es la certeza que nos testimonia el papa Francisco, una certeza de la que podemos partir para relacionarnos con cualquiera, para «construir junto con los demás la sociedad civil» (Florencia, 10 noviembre 2015), ofreciendo –hasta donde sea posible– nuestra contribución para mejorar las cosas con vistas al bien de todos.

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