Avatares de la creencia en Dios

El País
Manuel Fraijó

En plena Ilustración europea se prohibían en España los libros que intentasen demostrar la existencia de Dios; se los consideraba peligrosos. Y es que Dios era tan evidente que no necesitaba demostración alguna. Se cuenta que durante el reinado de Felipe IV (1621-1665) se pensó, para remediar la pobreza de nuestras tierras, en canalizar los ríos Manzanares y Tajo; pero una ilustre comisión de teólogos se declaró en contra con la siguiente sutil argumentación: si Dios hubiese querido que ambos ríos fuesen navegables le habría bastado con pronunciar un sencillo “hágase”. Si no lo hizo, sus razones tendría. Y no está permitido enmendarle la plana.

Salta a la vista que por aquellas fechas Dios era algo inmediato, asequible, presente, familiar. Era un dato más de la realidad, o incluso el gran dato. Europa y, por supuesto, España convivían sin mayores traumas con la fe en Dios, una fe heredada de las buenas gentes del pasado.

También parece obvio que en la actualidad Dios no encuentra fácil acomodo, al menos en la geografía occidental. Hace más de un siglo que Nietzsche, con su habitual desparpajo, lo envió a engrosar la lista del paro; lo declaró viejo y cansado, incapaz de asumir las tareas que los nuevos tiempos demandan. Y un gran conocedor e intérprete de Nietzsche, M. Heidegger, no tuvo reparo en afirmar que “en el ámbito del pensamiento es mejor no hablar de Dios”. Se tiene la impresión de que la recomendación del filósofo de la Selva Negra goza de notable aceptación. En España, constataba con ironía Antonio Machado, “se puede hablar de la esencia del queso manchego, pero nunca de Dios…”.