Las manos de todos

El País
Juan José Millás

Los niños muertos resultan desconcertantes, no sabe uno dónde meterlos para negar el hecho de que ya no estén. Así como la muerte de los viejos, por dolorosa que parezca, se atiene a una sintaxis aceptada, la de los niños lo coloca todo patas arriba. Rompe el orden fundamental, altera la gramática de la existencia. Asistir al fallecimiento de un crío es como leer los versos de un poeta extraviado (y perdón por la redundancia): no les ves el sentido y sin embargo las palabras te alcanzan como si cada una de ellas hubiera sido escrita para ti. A lo mejor sí había sintaxis, la cuestión es que no estaba concebida para el pensamiento racional sino para ese otro que no nos atrevemos a llamar irracional, pero que por ahí va. La muerte de un niño solo se puede aceptar desde la insensatez como los versos de los mejores poetas solo se pueden entender desde el desatino. Nos sobran cantidades de lo uno y de lo otro como nos sobran cantidades de niños muertos. Cuando se muere el padre de Fulano, se muere el padre de Fulano, pero cuando se muere un niño, se muere el de todos. Atraviesa tu calle, camino del cementerio, un coche fúnebre con un ataúd blanco, del tamaño de una caja de zapatos, y sabes que en ese ataúd va un hijo tuyo, aunque ignores su nombre.