Andrea y la gran ocasión

Fernando de Haro

Andrea es ahora la que sabe, la que disfruta de un juego que siempre es nuevo, que siempre es diferente. Andrea entiende lo que nosotros no comprendemos: por qué los inocentes como ella sufren. Andrea es ahora la que ve cómo cada uno de sus dolores, cada una de sus lágrimas, cada una de sus risas ha sido recogida con una ternura infinita. Andrea es ahora la que ve, la que abraza desde el fondo de las cosas a su padre y a su madre.
Andrea ha ocupado la mente y el corazón de los españoles durante los últimos días. Murió la semana pasada a los 12 años, en el Hospital Clínico de Santiago. Sus padres habían solicitado que se le retirara el respirador y la alimentación que la mantenían viva. Los médicos no tomaron la decisión, fueron los jueces los que la autorizaron. Sufría una enfermedad degenerativa y no toleraba en los últimos meses el alimento que se le proporcionaba.
Ha habido mucho ruido. La izquierda ha clamado por una ley de “muerte digna”. La derecha, como es habitual, ha guardado silencio. La muerte, por mucho que se empeñen, nunca puede ser digna, estamos hechos para la vida. Se puede, eso sí, morir dignamente. Pero eso es otra cosa. Con las palabras hemos querido huir de un caso demasiado incómodo. Ha habido palabras en favor de la eutanasia. Han sonado oportunistas. Ha habido palabras que recordaban que la vida es sagrada desde su concepción hasta su fin natural. Estas últimas se han antojado insuficientes, pequeñas para la gran pregunta que nadie se atrevía a formular pero que, consciente o inconscientemente, ha mantenido el debate vivo desde un fondo silencioso. ¿Quién puede estar en pie junto al dolor de los inocentes? Es la cuestión de la que todos hemos huido. Todos la hemos respondido con prisa para evitar que nos quemara. Unos han apagado el fuego en la lucha política y en la reivindicación, otros repitiendo principios.
Esta prisa, este huir hacia otras cosas, constituye una gran oportunidad. Andrea ha puesto de manifiesto que la tradición que en un tiempo nos sostenía en la vida y en la muerte se ha disuelto. En algunos momentos nos consolamos pensando que la moral será suficiente pero cuando la vida golpea sin silenciador se hace evidente que no tenemos el coraje, la fuerza o la seriedad que son necesarias para expresar las preguntas decisivas.
Esta debilidad, este límite, es también nuestra fuerza. Ahora, así, indigentes, somos bien conscientes de que la naturaleza, y la ley que de ella nace, es incapaz de hacernos compañía. Sabemos que solo nos sirven aquellos que por una extraña gracia (dice Péguy que la esperanza es la virtud que sorprende a Dios mismo) están en pie. Y estamos dispuestos a escuchar, sobre todo a mirar, a los que llevan décadas cuidando a los hijos discapacitados, a los que los acogen, aunque no sean suyos, a los que día y noche cuidan a los enfermos, a los que se muestran serenos en el dolor. Y queremos estar junto a ellos porque ahora sí, ahora que la promesa de la ética nos ha fallado, sabemos o quizás solo intuimos que con ellos aprenderemos respuestas que están a la altura de esas preguntas que ni siquiera nos atrevemos a formular. Ahora queremos estar al lado de aquellos para los que la verdad no se ha cristalizado en doctrina y nace de la carne.
Hay quien insiste en que frente a tanta confusión - la de los que reclaman la eutanasia como solución, la de quien lucha por el reconocimiento del amor entre los homosexuales, la de los que quieren un hijo a su medida- hay que “decir la verdad”. Dígase, completa. La naturaleza y la razón decaen, equivocan el camino. Es un poco estúpido sorprenderse por ello. Pero con camino o sin camino, el deseo de amar y de ser amado, el deseo de felicidad y el deseo de justicia se mantienen siempre en marcha. La equivocación y la obstinación en la búsqueda de una respuesta nos dicen quiénes somos.
Una y otra hacen necesario que se vuelva a oír su voz, que sus ojos vuelvan a decir: “¡Bienaventurados los que lloran!”. Los que lloran escondidos en las sombras de la noche. Los que lloran a pleno día. Los que lloran. Bienaventurados.