Testimonio contra valores, la dialéctica que disgusta al Papa

Il Sussidiario
Massimo Borghesi

En un artículo publicado en el diario italiano “La nuova bussola quotidiana”, Massimo Introvigne señala con lucidez tres cosas que nos enseña el viaje americano del Papa.

La primera viene del hecho de que “el Papa es bien consciente de que nuestro mundo vive en una situación de degradación antropológica que afecta sobre todo a los jóvenes. Para llegar a ellos y hacerse escuchar, las grandes narrativas doctrinales –tal como piensa Francisco– son de poca ayuda. Los jóvenes, y también los menos jóvenes, cada vez están menos dispuestos a escuchar. Más que un discurso, esperan que se les proponga un camino”.

La segunda enseñanza reside en la percepción de que lo que más llama la atención actualmente “son los problemas de la ecología y las horribles injusticias generadas por la tecnocracia financiera y la lógica del poder y el puro beneficio, de lo que tienen una dolorosa experiencia sobre todo las víctimas de las guerras, los refugiados, los inmigrantes, los sin techo. Estos problemas son la prioridad del Papa Francisco, pero el Papa se da cuenta de que estos no son los únicos. Es más, quiere transmitir que las diversas dimensiones de la crisis mundial están conectadas entre sí, y que separarlas es un error. Los mismos grandes poderes responsables de la tecnocracia financiera y del imperialismo económico atacan la vida, el matrimonio, la familia, con el aborto, la droga y las colonizaciones ideológicas –expresión que en el lenguaje del Papa indica la teoría de género y sus consecuencias prácticas–, y atacan a la Iglesia amenazando la libertad religiosa”.

La tercera lección es “la más difícil, porque corresponde menos a la mentalidad de la parte más combativa del episcopado estadounidense. ¿Hay que abandonar las batallas por la vida, la familia, la libertad religiosa? Por supuesto que no. Francisco ha repetido que son elementos irrenunciables de la doctrina de la Iglesia y del desarrollo humano integral. Pero estas batallas hay que combatirlas con dos advertencias. La primera es que es un error separar la vida y la familia del contexto más general de la doctrina social tal como el Papa Francisco la presenta, incluyendo también los derechos de los pobres, de los refugiados, de los inmigrantes, de los sin techo, del medio ambiente. Una Iglesia que diera la impresión de privilegiar solo ciertos temas, descuidando otros, no sería según Francisco una Iglesia creíble”. La segunda advertencia es estrechamente dependiente de la primera enseñanza. “Si hoy las grandes narrativas han caído, y la única vía que permite hablar a los jóvenes y a las inmensas “periferias” alejadas de la Iglesia es la vía de la misericordia y el corazón, ya se ha pasado el tiempo para las culturas de la guerra”.

Las puntualizaciones de Introvigne son muy importantes y constituyen una útil contribución al debate entre los defensores del testimonio y aquellos que insisten, en cambio, en el compromiso público de los cristianos como dique de contención de la revolución antropológica. Esta dialéctica, si valen los tres puntos indicados por Introvigne, está en realidad mal planteada, es decididamente un error al presuponer un “aut-aut” fuera de lugar. De hecho, no se trata de afirmar una imposible antítesis entre los católicos del testimonio y los católicos del compromiso, versión nueva y distinta de la que veía, en los años 70-80, contraponer a los católicos de la presencia con los de la mediación. Además, no hay testimonio cristiano que no se extienda, idealmente, hasta el terreno histórico-político, desde el momento en que “la política es la forma más alta de la caridad” (Pablo VI).

Pero esta declinación debe darse dentro de un juicio histórico complejo, que tenga en cuenta el conjunto de los factores en juego. Por un juicio histórico, el Papa argentino confiere al testimonio una prioridad ideal respecto a la doctrina moral que nace de la fe. La prioridad de los gestos, del estilo pastoral modulado por la misericordia, no vienen dictados por una táctica sino, como documenta la biografía de Bergoglio, por la clara conciencia de que, en un mundo extraño, alejado de la fe, lo que más sorprende es la forma superior de la caridad, tal como Romano Guardini afirmaba lúcidamente al concluir “El ocaso de la Edad moderna”.

Estilo evangélico significa que “el anuncio se concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario. La propuesta se simplifica, sin perder por ello profundidad y verdad, y así se vuelve más contundente y radiante” (Evangelii gaudium, 35). Ciertamente, “todas las verdades reveladas proceden de la misma fuente divina y son creídas con la misma fe, pero algunas de ellas son más importantes por expresar más directamente el corazón del Evangelio. En este núcleo fundamental lo que resplandece es la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado” (Evangelii gaudium, 36). Algo que el Papa repite en su entrevista a La Civiltá Cattolica: “Las enseñanzas de la Iglesia, sean dogmáticas o morales, no son todas equivalentes. Una pastoral misionera no se obsesiona por transmitir de modo desestructurado un conjunto de doctrinas para imponerlas insistentemente. El anuncio misionero se concentra en lo esencial, en lo necesario, que, por otra parte es lo que más apasiona y atrae, es lo que hace arder el corazón, como a los discípulos de Emaús. Tenemos, por tanto, que encontrar un nuevo equilibrio, porque de otra manera el edificio moral de la Iglesia corre peligro de caer como un castillo de naipes, de perder la frescura y el perfume del Evangelio. La propuesta evangélica debe ser más sencilla, más profunda e irradiante. Sólo de esta propuesta surgen luego las consecuencias morales”.

La prioridad del testimonio evangélico sobre la doctrina moral –la Iglesia como “hospital de campaña”– no es por tanto fruto de un relativismo moral, de un progresismo fatuo, como reprochan los críticos del Papa. Es resultado de un juicio histórico preciso que tiene presente la distinción entre lo que precede, en la doctrina, y lo que sigue en el contexto actual descristianizado. Lo cual no significa, como lamentan los críticos, que las implicaciones morales del anuncio cristiano no sean importantes. Lo son y el Papa lo reclama constantemente en su magisterio.

La decisión del testimonio no es una “opción religiosa”, defensora del aislamiento y la distancia, sino una modalidad de encuentro con el mundo que pide al cristiano no identificarse a priori con una parte política, tener la libertad de dirigirse a todos, con gratuidad, sin proyectos hegemónicos. El testimonio indica un hombre sin patria, no obsesionado por la propia identidad, que se dirige hacia fuera, a lo que está en el exterior del propio mundo. Es el cristiano “en el umbral”. Esto no excluye el compromiso público, político, al que siguiendo la propia vocación muchos pueden estar llamados para tutelar el bien común.

El propio Papa es “evangélico” y al mismo tiempo una figura política de relevancia mundial. Las dos dimensiones se distinguen, incluso como posibles vocaciones, pero no van por separado. Para Francisco, la dimensión política surge directamente de la doctrina social de la Iglesia. Eso significa que el reclamo a los valores morales puestos hoy en discusión debe tener lugar en el conjunto completo de la doctrina social. No se trata de “seleccionar” algunos valores frente a otros, por ejemplo la lucha contra el aborto, la pobreza, la pena de muerte. Este es el límite del cristianismo americano: conservador en los valores de la vida prenatal y la familia, totalmente liberal en el juicio sobre economía y mercado. Lo que falta aquí es precisamente el juicio histórico, es decir, lo que los católicos comprometidos reprochan, como laguna, a los del testimonio. Para el Papa no hay valores de izquierda y valores de derecha, por la sencilla razón de que la causa de su desaparición es la misma: el paradigma tecnocrático, radicalizado en la era de la globalización, que es la verdadera causa de la desestabilización ética y de la revolución antropológica contemporánea.

Es el paradigma del que habla la encíclica Laudato Si’, la forma mentis de un mundo que razona según la cultura del descarte, de la utilidad, de la eficiencia, sacrificando todo lo demás. El modelo tecnocrático es sacrificial: los pobres, los débiles, los malnacidos, los ancianos, los enfermos terminales, los discapacitados, los parados, etc, todos aquellos que tienen derecho de ciudadanía. Son descartes. Para el modelo tecnocrático, nada es gratuito, todo tiene un precio –cuesta mantener a los pobres, cuesta mantener a los enfermos sin esperanza, a los discapacitados que no pueden trabajar. En consecuencia, lo que triunfa es un mundo sin vínculos, individualista, obsesionado por el ego y sus agotadoras prestaciones. Un mundo así no puede cambiar por una simple “oposición ética”, por una reacción moral polarizada en una selección de valores. Un mundo así hay que encontrarlo, en su razón, como lo que hizo arder el corazón de los discípulos de Emaús y, desde el punto de vista civil, un proyecto reformador complejo, orientado al bien común, que no acepta recortar ciertos valores de la doctrina social para contraponerlos a otros.