Ojo al canto

La Vanguardia
Clara Sanchís

La otra tarde, mi profesora de canto se echó a llorar. No fue culpa mía, yo no había empezado a cantar. Lo único que hice, al cruzar la puerta, fue preguntarle cómo estaba. Por educación. No pensé que, tal como están las cosas, no es muy acertado ir por ahí preguntándole a la gente qué tal está. Según cómo, puede ser una pregunta peligrosa, escalofriante, un dedo en la llaga, un disparo en el corazón. Hay gente que está muy mal, aunque no se note. La OMS dice que la depresión es la principal causa de discapacidad en el mundo, y que afecta ya a 350 millones de personas. La mayoría mujeres, cosa que da mucho que pensar, sobre todo porque es lógico. No digo que mi profesora de canto sea una de ellas. Pero sí que le bastó oír mi pregunta tonta para que las venas de la cara se le hincharan en un puchero que acabó derramándose en unos lagrimones que caían como pomelos sobre la alfombra. Ni ella ni yo sabíamos qué hacer con ellos, así que no tuve más remedio que abrazarla. Supongo que si alguien llora de esa manera, lo único que puedes hacer es ofrecerle un hombro. Lo que no impide que sea raro verte, de pronto, abrazada a tu profesora de canto. No parece oportuno arrullarla cantándole algo. No es fácil ser la madre de tu profesora de canto. Una persona con la que no tienes ninguna intimidad y que, hasta ahora, mantenía a la perfección su rol de maestra exigente y segura de sí misma, al mando de tus gorjeos. Aquel abrazo entre mocos puso el mundo al revés bajo nuestros talones y, de paso, nos hizo repensar algunas cosas sobre la felicidad.

Mi profesora de canto, en resumidas cuentas y según dijo entre hipidos, llora porque no es feliz. No es que le haya ocurrido algo trágico. Es sólo que, por unas cosas y otras, no encuentra la felicidad. Bien mirado, la verdad es que yo tampoco. No sé usted qué pensará. Ojalá sea feliz. Pero nosotras llegamos a la conclusión de que la idea de la felicidad completa es el verdadero estorbo que nos impide ser felices a ratos. La meta fosforito de una felicidad plena, exitosa, de sonrisa reluciente y dientes perfectos, que nos impone esta sociedad de consumo en la que nos educan desde niños, crea un contraste demasiado feroz con la realidad de nuestras pequeñas vidas, en zozobra constante. Éxito y felicidad son conceptos poco realistas. Seguramente nuestra naturaleza la conforman otras fluctuaciones más complejas. Claroscuros. Estar tristes a ratos podría ser incluso lo que nos permite después estar contentos. Ser infeliz por no ser feliz es una suma endiablada. En el fondo, sería un alivio aceptar, sin culpa ni preocupación, esas punzadas en el estómago que quizás son inevitables. Y que, dicho sea de paso, encuentran consuelo, y su más bella expresión, con un buen canto. ¿Qué sería del canto sin el dolor, y viceversa?

Ojo al canto

Clara Sanchís

La otra tarde, mi profesora de canto se echó a llorar. No fue culpa mía, yo no había empezado a cantar. Lo único que hice, al cruzar la puerta, fue preguntarle cómo estaba. Por educación. No pensé que, tal como están las cosas, no es muy acertado ir por ahí preguntándole a la gente qué tal está. Según cómo, puede ser una pregunta peligrosa, escalofriante, un dedo en la llaga, un disparo en el corazón. Hay gente que está muy mal, aunque no se note. La OMS dice que la depresión es la principal causa de discapacidad en el mundo, y que afecta ya a 350 millones de personas. La mayoría mujeres, cosa que da mucho que pensar, sobre todo porque es lógico. No digo que mi profesora de canto sea una de ellas. Pero sí que le bastó oír mi pregunta tonta para que las venas de la cara se le hincharan en un puchero que acabó derramándose en unos lagrimones que caían como pomelos sobre la alfombra. Ni ella ni yo sabíamos qué hacer con ellos, así que no tuve más remedio que abrazarla. Supongo que si alguien llora de esa manera, lo único que puedes hacer es ofrecerle un hombro. Lo que no impide que sea raro verte, de pronto, abrazada a tu profesora de canto. No parece oportuno arrullarla cantándole algo. No es fácil ser la madre de tu profesora de canto. Una persona con la que no tienes ninguna intimidad y que, hasta ahora, mantenía a la perfección su rol de maestra exigente y segura de sí misma, al mando de tus gorjeos. Aquel abrazo entre mocos puso el mundo al revés bajo nuestros talones y, de paso, nos hizo repensar algunas cosas sobre la felicidad.

Mi profesora de canto, en resumidas cuentas y según dijo entre hipidos, llora porque no es feliz. No es que le haya ocurrido algo trágico. Es sólo que, por unas cosas y otras, no encuentra la felicidad. Bien mirado, la verdad es que yo tampoco. No sé usted qué pensará. Ojalá sea feliz. Pero nosotras llegamos a la conclusión de que la idea de la felicidad completa es el verdadero estorbo que nos impide ser felices a ratos. La meta fosforito de una felicidad plena, exitosa, de sonrisa reluciente y dientes perfectos, que nos impone esta sociedad de consumo en la que nos educan desde niños, crea un contraste demasiado feroz con la realidad de nuestras pequeñas vidas, en zozobra constante. Éxito y felicidad son conceptos poco realistas. Seguramente nuestra naturaleza la conforman otras fluctuaciones más complejas. Claroscuros. Estar tristes a ratos podría ser incluso lo que nos permite después estar contentos. Ser infeliz por no ser feliz es una suma endiablada. En el fondo, sería un alivio aceptar, sin culpa ni preocupación, esas punzadas en el estómago que quizás son inevitables. Y que, dicho sea de paso, encuentran consuelo, y su más bella expresión, con un buen canto. ¿Qué sería del canto sin el dolor, y viceversa?