El recuerdo

La Vanguardia
Pilar Rahola

Perdonen, pero voy a permitirme un paréntesis. A pesar de los pocos días, desde el retorno de vacaciones, la realidad está tan sobrecargada de ruido político, juego sucio, desesperación humana y tragedia de niños rotos en las playas del olvido, que necesito parar para no ahogarme.

¡Qué retorno de asfalto y piedra! La prosa de la realidad es tan hiriente, que me refugiaré un instante en la lírica de las emociones, allí donde aún queda alimento para el alma.

Pensé, cuando lo vivía, algún día lo escribiré, y ese día es hoy, quizás para que hoy no sea hoy. El 26 de agosto ¬hacía un año que había muerto mi ¬padre. Es cierto que sólo es un día más en el calendario del duelo, pero, incluso así, los días previos fueron una cuesta arriba hacia una meta que escondía demonios. Los que llevamos mal la muerte no sabemos cómo es¬caparnos de su furia, y nos protegemos con capas de negación y olvido. Pero el rojo del calendario me obligaba a la implacable verdad de la ausencia, a la derrota. Y así fue llegando el día, con el hielo penetrando en el cerebro. ¿Qué hacer en un día como ese, temido, un año entero, el ciclo...? Mi familia iría al cementerio, la mayoría estaría con mamá... Al final decidí hacer un homenaje a mi padre pisando su tierra ampurdanesa en un largo trayecto que acumulara paisajes, recuerdos y fatiga.

Fatiga, mucha fatiga, para que el cansancio del cuerpo dulcificara el dolor del alma. Cinco horas de camino desde Cadaqués hasta el Puig Alt, para poder contemplar el golfo de Roses, las islas Medes, el cabo Norfeu, y vuelta a casa, saturados de belleza. Y ese día, que empezó triste, fue acariciando los recuerdos suavemente, como una brisa, y poco a poco dejé de tener rabia y empecé a sentir ternura, y mi padre dejó de ser una herida, para empezar a ser una presencia. De vez en cuando miraba al cielo y decía en voz fuerte: "Va por ti, papá", y por primera vez podía hablar con él, después de todo un año de negarme.

Lo reconozco, no quería, nunca quise que llegase ese momento de la aceptación, porque si papá era un recuerdo, significaba que ya no estaría nunca más conmigo. Y esa idea no, no... Sin embargo, ya pasó, y ahora siento una paz inesperada, como si hubiera vuelto y retornáramos a nuestras largas charlas, a sus consejos, a su capacidad de iluminar todo el entorno. Supongo que me ha costado y que negar su ¬ausencia me resultaba más fácil de -llevar que aceptarla. Pero estaba equivocada. Lo cierto es que, después del dolor y la negación, la aceptación tiene algo de dulce y mucho de bueno. Porque recordar no es perder, re¬cordar es recuperar. Gracias, pues, a esa caminata de horas por sus paisajes queridos, papá ha vuelto a mí, y su ¬presencia es calma y bella. Nunca dejaré de llorarle, pero ahora me doy cuenta de que también puedo volver a reír con él, porque vuelve a ser presencia en el libro de mi vida. Y lo necesitaba tanto...