Emmanuel Carrère: "La historia del cristianismo parece un relato de ciencia ficción"

Andrés y Teresa Barba

Basta leer cualquiera de los últimos tres libros de Emmanuel Carrère para darse cuenta de que asistimos a la edad de oro de uno de los mejores escritores franceses de las últimas décadas: desde el fascinante retrato de Limónov a los emotivos relatos del drama en De vidas ajenas o la inolvidable relación con la Sophie de Una novela rusa, Carrère ha conseguido llevar la anquilosada novela de no-ficción a un nuevo lugar, inédito y fascinante.

En la pantalla de Skype, a diferencia de las fotos de prensa, el escritor tiene un aspecto bronceado, relajado, alegre. No es para menos, está en los últimos días de sus vacaciones en Grecia y viene -confiesa- de la playa. La cámara de su ordenador -situada desde abajo- le da un aire escultórico que no le va mal a esta última y monumental entrega de más de quinientas páginas: El Reino, un relato de dos caras; el de su conversión al catolicismo hace veinte años (con regreso al agnosticismo incluido) y el relato ficcionado de Pablo y Lucas en los primerísimos siglos de la cristiandad.

En este libro relata, junto a la historia de los primeros siglos de la cristiandad, la historia privada de su conversión y su des-conversión. No es, sin embargo, un libro descreído sino muy confesional y tremendamente honesto ¿Cómo decidió la perspectiva desde la que quería abordar un tema que se podía ir de las manos con tanta facilidad?
Yo diría que en el caso del cristianismo hay algo sorprendente: hay una historia, un relato que es seguramente muy bello pero también muy extraño, verdaderamente extraño, como si fuera una historia de ciencia ficción. Estamos tan acostumbrados a ella que no nos damos cuenta, pero si olvidamos esa familiaridad el relato que nos queda es de una enorme extravagancia. No lo digo para polemizar sino porque una de las muchas cosas que me interesaban era que el lector tomara conciencia de esa extraordinaria extrañeza… Para eso lo más importante era imponer una sensación de exterioridad.

Es casi un cliché (desde el agnosticismo) hablar de la insensatez de los discursos religiosos, ¿hay también una insensatez del ateísmo?
Sí, se podría decir que el ateísmo es una creencia sobre algo de lo no podemos saber nada, la simetría exacta de la creencia y por tanto también una forma de fe. Mi libro parte de una posición agnóstica en el sentido más literal, una posición de no creyente. Yo suelo decir que no soy lo bastante creyente como para ser ateo. Aún sí abordo el cristianismo de manera amistosa porque toda esta historia me interesa enormemente y porque me conmueven muchas cosas que han nacido de la fe cristiana.

El Carrère actual, escribiendo un libro sobre la fe, descubre los cuadernos que escribió cuando se convirtió al cristianismo hace veinticinco años, unos cuadernos en los que se reconoce, pero en los que también se resulta tan extraño como un adversario...

¿Estamos condenados a ser unos extraños para nosotros mismos?
Una de las cosas más interesantes de la vida y también de la escritura es la posibilidad de acercarse y comprender al otro, es en el otro donde se encuentran otras versiones de uno mismo, la persona que fuimos en otra época y tal vez la que seremos más adelante, dentro de diez o veinte años. A veces hasta tenemos la ocasión de dialogar con la persona que fuimos y ya hemos dejado de ser. En mi caso particular ese tipo que fui hace veinticinco años y que era un creyente verdaderamente entregado -no sólo entregado, casi más bien dogmático- es ahora alguien misterioso para mí. Entiendo la razón de su existencia, yo era muy infeliz y en el fondo buscaba una especie de "salida", pero aun así persiste un sentimiento de gran extrañeza.

¿Y por qué sintió la necesidad de dialogar con ese extraño?
Si no me hubiese puesto a escribir un libro sobre el cristianismo no sé si habría entablado ese diálogo con la persona que fui veinticinco años atrás porque no estoy seguro de que hubiese tenido interés, pero cuando empecé a escribir un libro que giraba en torno a la cuestión de la fe, del misterio de la creencia, vi la oportunidad de retomarlo. Cuando escribes algo sobre la fe no puedes estar todo el tiempo en un terreno imparcial, forzosamente te pones en un lado u otro. Puedes intentar acercarte a la frontera pero siempre estás en un lado, incluso en el lado agnóstico, en el lado del historiador.

Desde su perspectiva actual de agnóstico, ¿qué es lo que le parece más paradójico de su paso por el mundo de la fe?
Mi razón se rebelaba contra la creencia porque me parecía que me obligaba a renunciar a la libertad de pensamiento. Hay una especie de violencia que nos inflingimos a nosotros mismos, eso fue lo que sucedió en mi caso al menos. Tuve la sensación de haber dado un salto hacia el abismo, como si me hubiese dicho: "ya no puedo seguir siendo yo mismo" y me hubiese puesto a hacer las cosas más opuestas a mi naturaleza, a ser alguien que en realidad no era y aquello -paradójicamente- eso me hubiese proporcionado un alivio inmenso.

Vista así la fe parece un ejercicio de la neurosis...
Describo lo que sucedió tal y como la entiendo ahora, en ese momento la religión me parecía un mundo lleno de ventajas, tocado por la gracia y lleno de un verdadero gozo, mientras que ahora, con la distancia, lo que más se pone de manifiesto es un lado muy voluntarista, muy neurótico. Evidentemente no es siempre el caso, no creo que toda fe sea neurótica, creo que hay muchos creyentes que con su ejemplo dan testimonio de una fe mucho más equilibrada y luminosa que la del joven terriblemente inquieto y atormentado que yo fui.

Al que su tía Jacqueline dio un fantástico consejo: "Intenta no ser demasiado inteligente".
Para mí fue el mejor consejo posible. No hay que permitir que la "inteligencia intelectual" dé el paso, analizarlo todo, racionalizarlo todo, vivir bajo una especie de control permanente. Existe cierto deseo de control que puede convertirse en una forma paranoica de la inteligencia, una manera de querer tener siempre la respuesta a todo, de prever y adelantarse a la objeción. Esa forma de inteligencia me parece lo contrario a la verdadera sabiduría.

Cuenta Carrère en El Reino que su conversión se produce tras la lectura de unos versículos muy particulares (y literarios, por cierto) del Evangelio: "Cuando eras joven -escribe- tú mismo te ceñías la cintura e ibas a donde querías, pero cuando seas viejo extenderás las manos y otro te la ceñirá y te llevará a donde no quieres".

¿Le siguen emocionando aún?
Sí, me sigue pareciendo un texto de una fuerza extraordinaria, incluso para alguien no religioso. La idea de que hay que llegar a un lugar al que no queremos ir me sigue pareciendo muy cierta. Si vamos sólo al lugar al que queríamos ir, si nuestra vida es sólo lo que habíamos previsto que fuera, lo más probable es que no sea muy interesante. Nadie llega demasiado lejos si siempre va al lugar al que había decidido ir.

Con este ya van dos ataques a la prudencia...
Es que es así… Si dejas que la vida te lleve a otro lugar distinto al que habías previsto con tu pequeña prudencia, tu pequeña ambición, tus pequeños cálculos y tu pequeña lógica, si te dejas llevar por tu inconsciente, por la vida, creo que tienes más oportunidades de llegar lejos. Por otra parte, en el Evangelio, aunque hoy ya no lo lea como un creyente, sigo encontrando muchas palabras de una profundidad y de una veracidad inmensas.

Y a pesar de haberse sobrepuesto a la conversión, ¿ha superado la tentación de pensar que todo tiene sentido?
¡Ah, esa es una buena pregunta! En realidad no, pero intento estar muy atento a eso. Cuando me viene ese pensamiento a la cabeza trato de decirme a mí mismo que no tiene por qué ser esa la verdad, que no es más que lo pienso en este instante. Tenemos tendencia a pensar en las civilizaciones de una manera un tanto esquemática, como si dijéramos: en este momento somos seres adultos y maduros que han despertado de sus ilusiones, antes éramos niños con creencias salvajes e infantiles pero ahora, afortunadamente, tenemos acceso a la verdad. En todas las épocas se ha cometido el error de pensar que los que les precedieron eran tiempos infantiles e inmaduros y que ya no lo son. Nos decimos: como somos demócratas, ciudadanos del siglo XXI, tenemos la verdad. Es una insensatez. Lo que hoy nos parece el colmo del sentido común, mañana nos parecerá una creencia tan extraña y arbitraria como las del pasado.

El Reino es también el relato de un origen o, por darle la vuelta a la frase, el origen de un relato: el del cristianismo de los primeros siglos. El libro entra en el pantanoso terreno de la especulación sobre las figuras de Pablo y Lucas. ¿Cómo ha afrontado el reto que imponía Marguerite Yourcenar de "hablar por boca de los muertos"?
Me alegra que aludas a Marguerite Yourcenar, a quien admiro mucho, pero aún así creo sinceramente que es muy difícil pensar en la existencia de las personas en un pasado de hace 2000 años. No podemos tener un acceso "directo" al pasado y aunque podemos ser lo más serios posible, leer el mayor número de fuentes, estudiar y trabajar mucho, nos separa un abismo. En realidad, lo que es interesante, de nuevo, es ser conscientes y ponerlo en contexto. Yo no puedo relatar la verdad absoluta sobre Pablo y Lucas, pero puedo relatar la forma en la que he leído los Hechos de los Apóstoles, las cartas de Pablo, todos los libros que he consultado, todas las reflexiones que he podido hacer. En realidad no soy más que un hombre del siglo veintiuno, con todo mi bagaje, y soy yo el que relata la historia. En alguna ocasión me han llegado a decir que lo hago así por narcisismo. Puede ser, pero desde luego esa no es la razón principal.

Y la razón es...
Por honestidad. Yo soy el que hace el relato y lo hago desde mi lugar en el espacio y en el tiempo, con mis presupuestos ideológicos, es muy importante que esto se entienda bien. Marguerite Yourcenar fue una gran escritora, y ahí están sus maravillosos libros para demostrarlo, pero yo no veo las cosas de la misma forma. Para mí es más como si rodara un documental.

¿Como el que relata en Una novela rusa?
Exacto. Rodamos un documental en una pequeña ciudad en Rusia en el que se mostraba la vida de sus habitantes y al principio queríamos dar la sensación de que no había cámaras, pero desde el momento en que la gente veía un equipo de grabación que les filmaba en medio de su vida cotidiana ya no se comportaban igual. No se puede tener acceso a la verdadera vida, tienes acceso a otra cosa: puedes relatar cómo es la vida frente a un equipo de grabación. Y al final ése fue el verdadero tema de nuestro documental. En las escuelas de cine suele decirse que es un gran error la "mirada a la cámara", pero yo no estoy nada en contra de las miradas a la cámara, pienso que esas miradas que se consideran un error gramatical cinematográfico son lo contrario, un acierto, y que hay que mostrarlas porque dan información sobre el vínculo que se establece entre los que están delante y los que están detrás de la cámara. Eso es lo que intento hacer todo el tiempo en este libro, por eso hay tantas referencias a la actualidad, a nuestro mundo contemporáneo.

¿Y por qué precisamente elegir a Pablo y Lucas y no a otros para narrar el comienzo del relato cristiano?
Pablo y Lucas me parecieron tan apasionantes como los personajes de las grandes series de televisión, son una pareja novelesca formidable. Pablo es una especie de visionario como Don Quijote y Lucas es un poco su versión antagónica, Sancho; o como Sherlock y Watson. Uno de ellos es un genio religioso y el otro no es particularmente creyente, es sobre todo un testigo, un cronista. Me pareció apasionante seguirles en su recorrido, eran unos héroes novelescos formidables.

La autoría de los Evangelios se convierte en uno de los temas centrales, ¿por qué?
Cuando pensamos en la Biblia pensamos en el Antiguo Testamento que fue escrito durante más de mil de años por muchos autores, pero el Nuevo Testamento, aparte de ser mucho más corto, fue escrito durante una o dos generaciones. Los personajes son al mismo tiempo autores y héroes del Nuevo testamento, son personajes que se conocen entre sí. Sentí la necesidad de hacer un retrato de esa generación de personas a las que llamamos San Pablo, San Pedro, San Juan y a los que solemos ver como santos con sus aureolas. Como es lógico en sus vidas reales no eran santos con aureolas, eran hombres buenos que a veces se odiaban entre sí, que sentían envidia los unos de los otros, que tenían defectos. Ha sido realmente apasionante hacer una especie de reconstrucción lo más coherente y verosímil posible de las personas que fueron, que son al mismo tiempo los héroes de una historia. Me dio también la sensación de que llegada cierta etapa de mi vida, recién pasados los cincuenta, no podía ser una pérdida de tiempo preguntarme dónde me encontraba yo en relación a esa historia y obligar al lector a que se hiciera la misma pregunta.