Voluntad de vivir

El Mundo
Pedro G. Cuartango

HACE un par de años, cuando una noche circulaba de Burgos a Madrid en mi automóvil, me quede dormido al volante. No sé cuándo tiempo duró la pérdida de conciencia, puede que sólo unos segundos, pero al abrir los ojos los faros de mi coche estaban a menos de cinco metros de un camión. Paré en una estación de servicio y volqué una botella de agua sobre mi cabeza. Nunca había estado tan cerca de la muerte.

Quizá también lo estuve cuando, una tarde de verano, una corriente me arrastró mientras nadaba en el Ebro. La fuerza del agua me volteó y perdí el control. No sabía qué hacer hasta que, de repente, me encontré al borde de la orilla. Creo que tenía 10 años.

Por esas fechas, mientras pasaba unas vacaciones en Briviesca, no vi un Seat 600 que se me echó encima en un cruce, junto a la escuela. Reaccioné en la última décima de segundo y sentí que la carrocería del vehículo rozaba mi piel.

Ha habido otras ocasiones de peligro, pero no las recuerdo con la intensidad ni la claridad de estas tres. Todavía puedo revivir la sensación de alivio extremo de haber escapado a esas situaciones. Al rememorarlas, pienso que he sido un hombre de suerte porque en todas ellas la ley de probabilidades estaba en mi contra.

Pero nunca se sabe lo que puede ocurrir en el futuro. El escritor sueco Henning Mankell tuvo un grave accidente hace un par de años. El vehículo quedó destrozado, pero él salió ileso. Le dolía el cuello y fue al hospital. Allí le diagnosticaron un cáncer de pulmón avanzado. Durante varias semanas no se levantó de la cama, hasta que comprendió que tenía que luchar contra la enfermedad.

Nada es previsible en esta vida. Pasamos el tiempo haciendo planes, pero el azar decide por nosotros. Mankell cuenta cómo el cáncer le ha hecho ser una persona mejor y ha aprendido a disfrutar del presente.

Lo cierto es que nos dejamos llevar por preocupaciones nimias y no somos capaces de discernir lo esencial de lo accesorio. Vivimos anestesiados por las rutinas hasta que una desgracia nos hace valorar el hecho de existir.

Todo ello me conduce a la cuestión que formulaba Albert Camus: «Sólo existe un problema serio y es el suicidio. Juzgar si la vida merece la pena es la pregunta fundamental de la filosofía». Dado que observamos que en general la gente se aferra a la vida y que muy pocos se suicidan, deberíamos preguntarnos por qué.

La respuesta es sencilla: el ser humano está dotado de un instinto de supervivencia que le empuja a sobrellevar las situaciones más adversas. Incluso cuando está desesperado, busca un rayo de luz.

Todos queremos vivir y tenemos un miedo innato a la muerte. Está grabado en nuestro código genético. Seguramente ese instinto animal me salvó en esas ocasiones de peligro. No es que la vida merezca la pena, lo que merece la pena es vivir. Una diferencia sutil que todos podemos comprender.

Durante el servicio militar, nos metían en una zanja y disparaban sobre nuestras cabezas para que pudiéramos escuchar el ruido de las balas, que se parece mucho a un silbido. Nunca he apreciado tanto mi vida con en ese momento en el que permanecía tumbado en el suelo sin mover ni un solo músculo.